Estrés
Que todo, incluidos los males del alma, se cuantifique en dinero tiene, a veces, sus ventajas. Por ejemplo: la Comisión Europea acaba de darse cuenta de que la factura económica del estrés empieza a ser insoportable. Grosso modo, los técnicos han calculado que el estrés de 40 millones de europeos cuesta más de 20.000 millones de euros cada año. Todo ello sin contar que más del 50% del absentismo laboral guarda una relación directa con el problema. En resumen: el estrés cuesta mucho dinero, es antieconómico. Luego hay que hacer algo. Y ahí caben dos posibilidades: una, hacer que el estrés desaparezca; otra, que nos cueste más barato.
Por todas estas razones, el estrés ha ocupado un pequeño lugar en ¡las páginas económicas! de algunos diarios. Y quién sabe si nos hubiéramos enterado de que más de un 10% de la población europea -que se sepa- está con un estrés tan notorio como para que entre en las estadísticas si no estuviéramos ahora en la presidencia danesa de la Unión. El ministro de trabajo danés, un señor que se llama Claus Hjort Frederiksen, ha anunciado solemnemente una nueva competencia de su departamento: "Trabajaremos contra el estrés". Y ha dicho que la UE va a iniciar consultas con los llamados agentes sociales para desarrollar medidas de lucha contra el estrés. Hete aquí un nuevo campo de acción para ese meteoro lúdico-demagógico que es nuestro ministro Zaplana.
El estrés es el producto simbólico de una modernidad capaz de calcular cómo sube la inflación y se producen desequilibrios económicos como resultado de esa "tensión provocada por situaciones agobiantes que originan reacciones psicosomáticas o trastornos psicológicos a veces graves", que así define el estrés la Real Academia Española en su revisión de 2001. Observarán, insisto, que lo importante del asunto, ahora mismo, no es que los estresados lo pasen mal o que los médicos ya consideren el estrés como una enfermedad debida al modo de vida, sino que todo esto cuesta dinero. Es decir, que a partir de ahora se va a tomar en serio lo del estrés.
El trabajo que espera a los evaluadores económicos del estrés es, obviamente, arduo. ¿Cómo calcular el estrés producido entre la población gallega -y entre la española, por no mencionar a portugueses, franceses y británicos- por el desastre del Prestige? ¿Y el estrés tanto de los parados como de los empleados? ¿O el estrés de las maltratadas y, también, el de los maltratadores que son enfermos notorios? ¿O el de los obispos que han tardado unas cuantas décadas en decir algo contra el terrorismo? ¿Cómo evaluar el estrés causado por los atascos de tráfico o por el descubrimiento de que pagamos más impuestos pese a que el Gobierno español y el catalán aseguren lo contrario? ¿Qué coste económico tendrá el estrés que producen las noticias televisivas? ¿Y cómo evaluaremos, cuando nos demos cuenta, los daños cerebrales producidos por programas basura en nuestros hijos y en nosotros mismos?
Me preocupa este ingente trabajo que cae encima de tantos burócratas, ya tan sobrecargados de incesantes cálculos para reducir constantemente los costos de cualquier cosa que, cabe deducir, deben de llevar encima un estrés de caballo. ¿No les producirá un mayor estrés esta tarea imposible? Si tenemos en cuenta que en España hay unos tres millones de deprimidos que cuestan un ojo de la cara y la depresión sube a ojos vistas, sólo faltaba conocer la factura del estrés para estresarnos más: no habrá impuestos que puedan pagar nuestro estrés, ese lujo masivo. ¿Qué hacer cuando el malestar tiene tan alto coste económico? ¡Ah, amigos! ¿Y si a alguna de estas lumbreras que nos lideran se le ocurriera, al fin, que nuestro modo de vida nos pone enfermos y hay que cambiarlo? No tendremos esa suerte: ellos sólo ven números, votos. Y suelen estar estresados.
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