Los amigos de Onetti
La otra tarde, la tarde del miércoles, tarde lluviosa, apadrinamos la Biblioteca Onetti, la reedición de sus novelas que empieza por El astillero y Dejemos hablar al viento. La tarde barcelonesa se compadecía bien, como diría mi admirado Permanyer, con la melancolía del mundo de Onetti (Montevideo 1901-Madrid 1994), mundo que por cierto se cerró con la profecía "lloverá siempre".
La víspera estuve hablando con Guido Castillo, un hombre de letras amable, ameno, uruguayo, que fue el mejor amigo de Onetti con una amistad que empezó en las tertulias literarias de Montevideo ya antes de que se publicase, en 1939, El Pozo (su primera novela, de la que Vargas Llosa dijo que inaugura la novela moderna suramericana) y que prosiguió en Barcelona y Madrid, donde ambos vinieron exiliados al mismo tiempo. Cada año, Dolly, la esposa de Onetti, pasaba el mes de junio en América visitando a sus parientes, y Guido Castillo la sustituía, se mudaba durante un mes al piso de la avenida de América para cuidar al escritor, que como es sabido vivía en cama y requería atención permanente mientras escribía sus últimas novelas, Dejemos hablar al viento y Cuando ya no importe. En ausencia de Dolly sólo Castillo podía cuidarle, pues él era, recuerda entre risas, "el único al que Onetti soportaba"; "y yo era también el único que soportaba a Onetti", añade.
Ese vocabulario suyo que no es bonito pero es preciso, exacto; y esas fantasías con soñadores manchados
Le comenté a Castillo la fuerte impresión que produjo en algunos jóvenes de mi generación, que estábamos deslumbrados por Cortázar -por la frescura, la innovación, el desparpajo, el izquierdismo, la libertad estructural y el mundo bohemio de las novelas de Cortázar-, la irrupción de Onetti, en 1976, en el programa de tele A fondo, entrevistado por el devoto, un poco untuoso, competente Soler Serrano: la singular presencia física, la extrañeza anacrónica del estar de Onetti (traje negro, corbata negra, whisky en mano, rostro desmoronado, desesperación indiferente) en el mundo nuestro, en el mundo de Cortázar, se correspondía perfectamente, se compadecía bien, según comprobamos luego leyéndole, con el ser de su literatura. Con todos los respetos a los grandes logros de Cortázar, a algunos nos pareció que Onetti era la cosa real, la literatura en sí. Basta leer Bienvenido, Bob, Ejsberg, en la costa o Un sueño realizado, o cualquier otro cuento. Ahí están sus turbios climas de duermevela donde se confunden hechos y fantasías; los párrafos que fluyen con naturalidad desde el diálogo naturalista a la vivisección de las emociones y pasiones generales y vuelta al principio; ese vocabulario suyo que no es bonito pero es preciso, exacto; esas tabernas, prostíbulos, astilleros ruinosos; sus soñadores manchados. De esto, de su estética, de la influencia de Faulkner sobre él y de él sobre la moderna novela española hablaron el miércoles Pere Gimferrer, Cristina Peri Rossi y Ernesto Hernández Busto.
La leyenda onettiana habla de un joven escritor hambriento y errabundo por empleos miserables, pero también es cierto, me recordó Castillo, que en su madurez, en el Montevideo donde trató a Torres García, a Felisberto Hernández, Onetti escribía al amparo de Luis Batlle Berres, uno de los presidentes de esa dinastía de la derecha moderada, liberal, que ha dado varios próceres a la república (entre ellos el presidente actual si no me equivoco). Batlle contrató a Onetti en su periódico Acción más para asegurarle un sueldo que para otra cosa. Creo que fue también Batlle quien le nombró director de la Biblioteca Nacional, donde estuvo 20 años, hasta el golpe de Estado.
Era un hombre de izquierdas, pero su desgracia durante la dictadura militar tuvo un origen literario: en 1975 presidía el jurado de un concurso de relatos que premió El guardaespaldas, de Nelson Marra, un cuento en que un militar homosexual se acostaba con otro hombre. Eso le costó la cárcel a Marra y a todos los miembros del jurado.
Castillo había presentado a Onetti al entonces agregado de cultura de nuestra embajada en Montevideo, Juan Ignacio Tena, un hombre inteligente y cultivado que luego sería embajador en varias capitales. Cuando soltaron a Onetti, Tena gestionó una invitación para participar en un simposio del Instituto de Cultura Hispánica sobre El barroco en la arquitectura, uno de esos congresos que tanto le aburrían, y luego una beca que le permitió permanecer en Madrid mientras Félix Grande, director de los Cuadernos Hispanoamericanos, y Luis Rosales le buscaban el Premio Cervantes, que era muy prestigioso entonces, y que le dieron en 1980.
El astillero está dedicado a Luis Batlle; Dejemos hablar al viento, a Juan Ignacio Tena. Cuando ya no importe, a Carmen Balcells...
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