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Columna
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Margarita

UNA HUMILDE margarita, llamada premonitoriamente Dafne, como aquella desdichada ninfa que se convirtió en laurel al ser tocada por su perseguidor Apolo, tuvo un extraño sueño. Se veía, en medio de un prado azul, brillando como una estrella. Se sentía feliz así y tan sólo le preocupaba que su rutilante resplandor se apagase. "De repente se alzó un fuerte viento que, venciendo todas mis resistencias", dijo, todavía asustada, Dafne, "me levantó en un torbellino. Me llevaba hacia lo alto lentamente, en amplios círculos, más allá de las nubes, hacia profundidades oscuras, donde se abría de par en par, como un pozo reluciente, el rostro blanco de la luna. Y yo giraba y giraba mientras me precipitaba en aquel abismo, hasta el aturdimiento, hasta no saber si era nube, viento, margarita o estrella".

La fábula de esta margarita soñadora la escribió Marisa Madieri (1938-1996) en un breve y bellísimo relato titulado El claro del bosque (Minúscula), en el que se nos cuenta, paso a paso, las vicisitudes que conciernen a cualquier ser vivo, todas cortadas por el mismo patrón de la muerte. Así, Dafne, que, de inclinación romántica, se afanaba por poder ver un hada, creyó encontrarla al descubrir, entre un bullicioso grupo de seres humanos que rondaban por el lugar donde estaba plantada, una preciosa niña rubia, la cual, quizá magnetizada por el fascinado esplendor con que la miraba la flor, la arrancó para hacerse con ella una corona. Extraída del suelo nutricio, la pobre Dafne sintió, antes de marchitarse, una languidez de moribunda, mientras se veía entrelazada con otras flores en un hermoso círculo, que, al caer de la tarde, fue depositado en el prado, entre la maleza, por el hada rubia.

Según la experta botánica Sharman Apt Russell, en Anatomía de una rosa. La vida secreta de las flores (Paidós), la margarita recibe muy diversos nombres latinos, pero, en términos taxonómicos, se la clasifica de la siguiente manera: pertenece al reino de las plantas, a la división de las angiospermas, a la clase de las dicotiledonias, a la orden de las astrales y a la familia de las asteráceas, entre las que, encima, hay registradas más de mil géneros. Con tan sólo esta clasificación, ya se comprende el monumental lío de la interminable jerga con que los hombres nombramos esa modesta y muy común flor silvestre, llamada popularmente margarita. Y eso que, como apunta la propia Sharman Apt Russell, la margarita es una parte diminuta de lo que los botánicos llaman el árbol de la vida.

A ese mismo árbol, aunque en otro reino o rama, pertenecemos también los humanos, que circunstancialmente cortamos margaritas o las deshojamos. De esta manera, como Marisa Madieri intuyó de forma poética, participamos del mismo sueño de Dafne y, como ella, basta un soplo para aturdirnos hasta no saber si somos nube, viento, margarita o estrella, quizá porque todos, en el fondo, soñamos lo que somos de verdad.

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