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SAQUE DE ESQUINA
Columna
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¿Obélix? ¡No, Ronaldix!

Sin bajar de la báscula, Ronaldo ha conseguido su primer trofeo: los lectores de la revista francesa Onze Mondial, deslumbrados por el fogonazo de sus ocho goles en Extremo Oriente, le han proclamado jugador del año.

Con ello reanuda una fulgurante carrera en la que no es fácil separar el olor a linimento del olor a cloroformo. Las exigencias del fútbol le obligan a multiplicarse: mientras intenta recuperar el toque y la silueta, mira furtivamente el enorme chirlo vertical que le parte en dos la curva de la rodilla. Descubre la sutil diferencia entre cintura de avispa y cintura de obispa, prescinde del pan y la salsa, maldice la fuerza de la gravedad y después, en una medida secuencia, se tienta la riñonada, hincha el cuello, resopla como un órgano averiado y se afirma sobre sus pezuñas de aluminio.

Evidentemente, no ha conseguido aquel punto de energía nuclear que le permitía recorrer el campo en sucesivas explosiones, pero esa musculatura hinchada y ese inconfundible cogote de buda que patentaron George Foreman y El Gordo Barkley indican que está a punto de alcanzar la plenitud del búfalo.

Aún no ha llegado del todo, pero el fútbol le está esperando. Entretanto, recordamos su aparición en Europa: aquel año en que fascinó a la crítica con su incipiente figura de atleta. A primera vista, podría haber prosperado como corredor de cien metros, como peso welter o como descargador de camiones. Sin embargo había nacido para futbolista, porque su pretendida rigidez se esfumaba al calor del juego como se esfuma la pereza del león cuando aparece el rebaño. Sus verdaderas cualidades se revelaban sobre todo en la apertura y el cierre de la maniobra: su potente arrancada, aquella exhibición de fuerza propulsora, se desdoblaba, según marcaran las exigencias del juego, en velocidad, agilidad y habilidad. A veces prefería meter el cuerpo con un bufido de excavadora para ganarle el metro decisivo al defensa central. En ese caso armaba la musculatura y prefería resolver con una simplicidad muy alemana: tiro a la escuadra y gol. En otras ocasiones, cuando recordaba sus años de jugador de fútbol sala, sus botas eran el guante del prestidigitador: de pronto, desplegaba un largo repertorio de pases, toques, pisadas y enganches; siempre trucos de alta magia y alta escuela. Sus poderes eran tantos y tan perceptibles que nos rendimos sin condiciones en el primer minuto.

Ahora le vemos desperezarse lentamente, como todos los cazadores de la cancha y de la sabana. Bosteza, se estira y toma aire para la combustión.

Ignoramos si reventará como un globo o ascenderá como una bengala. Sólo sabemos que, para bien o para mal, su cuerpo es materia explosiva. Su destino es la detonación.

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