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Columna
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Elogio de las setas

La temporada de setas está siendo mediocre a pesar de los ilusionados pronósticos. A finales de agosto y a lo largo de septiembre, gracias a unas lluvias precoces, se desató hasta tal punto la euforia entre los micófagos que en los noticiarios de máxima audiencia se pedía moderación a los miles de recolectores que invadían los montes como legiones de Atila. Las amables lluvias cesaron. El otoño está siendo bastante seco. De vez en cuando llueve, sí, pero de forma breve y hostil: los bosques no consiguen atrapar la humedad que el hongo requiere para sacar su luminosa cabeza. De vez en cuando, como ha sucedido esta semana, los restos de un frente descargan lo que podría ser un riego benéfico, pero a la mañana siguiente se desata una feroz tramontana o un cierzo descomunal que seca el territorio con mayor eficacia que el sol más inclemente. No consiguen las misteriosas esporas de los hongos fructificar en nuestros bosques. De modo que, como el otro día explicaba en estas páginas el gran Petràs de la Boqueria a la escritora Isabel Olesti, hay que conformarse con las setas importadas de lejanas geografías. Después de su largo viaje, estas setas llegan a los fogones o muy blandas o muy coriáceas. Son minoría, por otra parte, los micófagos que pueden hacer frente a la tremenda especulación de un mercado en el que la demanda es superior a la oferta. La melancolía se ha instalado, pues, en muchos estómagos catalanes. Si el otoño anterior actuó como un miserable avaro, este se comporta como un falsario. Nos ha quitado las setas de los labios.

Las setas formaron parte del maná de nuestros ancestros antes de descubrir la agricultura. Puerta del paraíso, de los sueños, del infierno

La devoción catalana por las setas es casi comparable a la francesa y a la italiana. Bueno, a la italiana, no. En Italia los funghi porcini (frescos o secos, congelados o conservados en aceite) amenizan durante todo el año los platos más corrientes (pastas, pizzas, risottos). Los italianos usan los funghi casi como la sal. A este nivel nosotros no llegamos, pero el entusiasmo con que en otoño y en primavera entramos una y otra vez en el útero boscoso de la tierra a la búsqueda y captura de estos extraños seres que la naturaleza nos regala, parece algo más que una fijación gastronómica, parece un reflejo antropológico, el eco de algo muy antiguo. Algo que también la lengua sugiere: algunas setas se nombran con una singularidad eufónica que el catalán moderno ya ha perdido: llenega, siureny, múrgola. Los nombres de algunas setas comestibles testifican una inquietante percepción de la comida, en la que muchas sensaciones se funden (necesidad, placer, dolor, repulsión): peus de rata, trompetes de la mort. La conocida e intraducible expresión estar tocat del bolet, finalmente, nos remite a la experiencia mágica de los antiguos. Las setas son un manjar, pero formaron parte del maná de aquellos tiempos en que, errantes y miedosos, nuestros ancestros no habían descubierto la agricultura. Manjar y maná; y también puerta del paraíso, de los sueños, del infierno. Todo está en las setas.

En el país ampurdanés no recogemos las setas: las cazamos. El eminente Corominas explica que en los dialectos del norte, incluido el rosellonés, el verbo caçar se aplica no sólo a las setas, sino a otros muchos objetos que no pueden huir. Y cita caçar cargols, caçar mena (explorar minas en un terreno) y caçar pessigolles (en catalán estándar buscar les pessigolles: 'tocar las narices'). También Moll comparte esta interpretación filológica, que, con todos los respetos, me interesa poco, puesto que en la expresión caçar bolets, lo más intrigante no es el verbo, sino el objeto. En efecto: ¿de qué especie son las setas? ¿A qué raza biológica pertenecen los hongos? ¿Son vegetales como los consideró Lineo? ¿Son animales como los cazadores del norte parecen insinuar? No tienen patas, pero tampoco raíces. Todo buen recolector conoce algunos lugares secretos, pero nunca encuentra las setas en el mismo punto. Diríase que, de año en año, las esporas se desplazan. ¿Son una tercera vía? La biología moderna ha decidido abrir una casilla independiente para colocar a estos extraños seres de los que, a pesar de todos los avances de la modernidad, continúa sabiéndose poco.

En un debate de televisión, me encontré una vez hablando, junto a otras personas, sobre el espinoso asunto de la identidad. La mayoría de mis contertulios defendía la existencia de una identidad colectiva de acuerdo con los argumentos convencionales: una comunidad de lengua, historia, paisaje, tradición, memoria. Uno de ellos se refirió negativamente a la triste condición del que no es ni carn ni peix (ni chicha ni limoná). Ni español ni catalán, quería decir, creo, aunque no lo dijo. En aquel momento se encendió una bombilla en mi cabeza y pensé en el delicioso mundo de las setas, cuya fantástica ambigüedad todavía no ha sido completamente aclarada. Expresado a la manera negativa, dije, la identidad del que no es ni carne ni pescado puede parecer una desgracia, pero expresado en positivo, como la tercera vía de los hongos, entre el reino animal y el vegetal, no me parece mala idea. Al contrario. En mi memoria infantil, dije, se funden, indisociablemente, dos tradiciones: la lengua catalana de mi familia y de algunos compañeros de juegos ampurdaneses, con los olores correspondientes, unos paisajes, una herencia; y la lengua castellana de otros compañeros, hijos de las famílias recién llegadas de Andalucía. Cuando se intenta aclarar qué cosa es lo catalán y qué otra cosa lo español, pienso en mis bisabuelos. Seguramente ellos sí podían saberlo, pero mi generación ya no: conocemos las dos tradiciones desde los primeros juegos. Yo no puedo separar en mi memoria personal a Joan Vinyas, mi vecino, de Paco Rodríguez, mi amigo de infancia. Ambos están en mí, están en nosotros, forman parte de nuestra memoria, de la memoria de este país tan raro como las setas; un país que, si se atreviera a reconocerse en su rica y plural ambigüedad, podría llegar a ser tan sabroso como ellas.

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