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Columna
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La ansiedad de ser yo

Cada época tiene su patología psicológica característica. Luis Rojas Marcos, en un prólogo que ha dedicado al libro Ansiosamente de Pilar Varela, recuerda que a comienzos del siglo XX la neurosis obsesiva y la histeria eran las enfermedades del alma en boga. La neurosis obsesiva como consecuencia de una cultura que enfatizaba el valor del trabajo y la histeria como efecto de una moral social que reprimía cruelmente la sexualidad, especialmente la femenina. Hace 40 años, en el momento en que comenzó a acentuarse la egonomía o el hiperindividualismo, la enfermedad dominante giraba alrededor del narcisismo y se desplegaba en el culto neurótico del cuerpo, la tensión por ganar más, obtener éxito y poseer el mayor número de bienes. Ahora, en nuestros días, dentro del ancho espacio de la depresión, la ansiedad sería el mal triunfante.

La ansiedad no es hoy el anhelo por tener más cosas sino el malestar por no tener algo. Siempre falta algo para hallarse en paz, un plus que se escapa de nuestras posibilidades y también de nuestra imaginación. Algo que deberá hallarse esperando en un lugar pero tan indeterminado en su naturaleza y en su localización que parece casi imposible lograrlo. A menudo nos sentimos muy cerca de él, parece que lo cercamos y hasta que lo abrazamos, pero un momento más tarde, apenas probada su paz, se verifica que el calmante ha volado. De hito en hito nos arqueamos en la ansiedad. A menudo ansiosos por descubrirnos de nuevo ansiosos, sin saber bien por qué.

Los embotellamientos, los agobios de dinero, las dudas sobre nuestra estima estimulan nuestra tensión, se dice en los manuales pero, en realidad, bajo ese padecimiento lo que impera es el desacuerdo entre nuestra expectativa y la realidad, entre la ilusión de atender un deseo y la insuficiencia o la inconveniencia de los medios, entre el deseado amor por uno mismo y la precaria autoconsideración que llegamos a conseguir. Casi todo lo que ha ido poblando nuestro entorno contribuye al desgarro de ser yo y, metafóricamente, la aceleración de los signos que identifican nuestra vida cotidiana lo corrobora.

La cultura fragmentaria, el zapping, el consumo rápido, el móvil, el ordenador, son excitantes de la ansiedad. Cada uno repite la tortura de lo súbito, lo que es aprehensible un momento y escapa en la siguiente edición. Lo malo y característico de nuestra época es que además de haber reducido la amplitud del espacio común se han achicado las pausas. Un momento más de descanso, unos minutos más de inacción y el sentimiento de culpa transforma la exigua felicidad en un tóxico. La ansiedad constituye así una implacable penitencia pero ¿cómo vivir, a la vez, sin su legitimación? La visión de sentirse relajado, ausente de todo esto, habitando una cadencia que devuelve la densidad a los sentidos y acomoda el pensamiento con la macrolentitud cósmica, parece, desde la ansiedad, una estampa de la muerte. ¿Queremos en realidad morir?

Prácticamente no hallamos otra salida. No hallamos otra salida práctica. La ansiedad se ha instalado de manera tan honda que conforma el fuste de la personalidad y funda pervertidamente el yo. Un yo no ansioso equivale, en nuestro entorno, a un yo rendido o derrotado mientras la ansiedad hace creer en un ego enhiesto, alertado y preparado para combatir. ¿Otro fantasma fálico? ¿Otra enfermedad de la virilidad? Paradójicamente, los individuos más ansiosos son ahora, sin embargo, las mujeres. No saben bien a dónde acudir, qué hacer para hacer apropiadamente, qué programa trazarse para no ser arrasadas en la multiplicación de faenas, deberes y cumplimientos de su papel. Pero algo no muy distinto les ocurre a los hombres, ansiosos por no hacer o no ser más, por no recibir o no dar más de sí. ¿Ansias de conquista? Ansias, sobre todo, de acabar. Llegar de una vez a ser uno, cualquiera, casi el que sea, con tal de que la situación no pueda discutirnos el derecho a ser precisamente así.

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