La sencillez de la sabiduría
Alfred Brendel es un sabio del teclado. En el recital de anteayer en Madrid todo fue tan natural, tan carente de afectación, tan sencillo, directo e íntimo, que hasta parecía fácil de ejecución. Ironías. Una facilidad semejante está únicamente al alcance de los genios. Y Brendel lo es, aunque a él seguramente el término genio le desagrade, porque su máxima aspiración es ser fiel al compositor y sus obras, algo que cumple a las mil maravillas.
El pianista moravo, de 71 años, ha adquirido ya hace algún tiempo la extraña serenidad de una madurez que no renuncia a la curiosidad. Curiosidad por la música y curiosidad por la vida, especialmente por las manifestaciones artísticas de todo tipo. Recrea el estilo clásico desde el piano con una pulcritud, una ligereza y una transparencia que parecen irreales, curiosamente por el grado de realidad musical que desprenden. No hay concesiones al artificio ni al énfasis no justificado. Intelectual del piano, hace poesía de las matemáticas sin esfuerzo aparente.
En cierta ocasión dijo que 'educar, emocionar, entretener: la definición griega de la retórica conviene idealmente a lo que debe ser todo buen intérprete'. Se autorretrató. Y es que Brendel convierte en oro todo lo que toca. Anteayer no fue una excepción. Su Mozart (Sonatas en re mayor y fa mayor, K. 311 y K. 533, respectivamente) asombró por la frescura de un sentimiento que ni rozó siquiera el sentimentalismo y mucho menos la autocontemplación, su Schubert (la extraordinaria Sonata nº 19 en do menor, D. 958) fue una manifestación suprema del concepto apolíneo de la belleza, su Brahms (las Cuatro baladas, opus 10) arrebató desde el despliegue de una esencia sonora y testimonial vinculada a una tradición sin contaminaciones. Embelesó Brendel, en un programa que se abría y cerraba con Mozart: una muestra más de coherencia. Fueron tan excelsas las interpretaciones que parecía que el pianista había desaparecido y sólo quedaba la música en su manifestación más insobornable de pureza.
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