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Reportaje:

'Hallowen' contra las ánimas

La celebración valenciana de la fiesta respondía a un continente celta con contenidos romanos

Desde las catedrales del ocio, sean discotecas o parques de atracciones, se dicta e impone estos días en la celebración de la fiesta de Hallowen. Y no una jornada, sino una semana, y, en algunos casos, desde el 15 de octubre al 5 de noviembre. La publicidad insiste en el morbo de la 'fiesta del miedo, de los muertos vivientes', 'la semana terrorífica', 'el pánico de las almas de portadoras de luces bailando'. La calabaza emblemática de la fiesta ocupa los estantes de las tiendas y los aparadores de las casas y los disfraces presiden los bailes y las actividades escolares. La celebración anglosajona está desplazando y sustituyendo, como una moderna novedad frente a un supuesto arcaico pasotismo, os ritos valencianos de la Festa dels Morts o del Dia de les Ànimes. Una consecuencia de una uniformadora globalización.

Sin embargo, lo curioso es que la celebración valenciana de los difuntos respondía a un continente celta con contenidos romanos; llenaba justamente la fiesta de Hallowen con ingredientes del culto a los muertos romanos. Los pueblos de tradición inglesa aún dividen el año en dos noches de espíritus, la primaveral de Walpurgis, la vigilia del Primero de Mayo, y la del uno de noviembre, la de Hallowe'en, expresión moderna de All-Hallow Even: Víspera de Todo lo que es Sagrado, dedicada a Samuhin, dios celta de los muertos en el momento de la muerte de la natura, del inicio del ciclo agrario. Creían que los ancestros, empujados por el frío, el hambre y la oscuridad, desatados, acudían a sus hogares en busca de calor y alimento; los vivos ornaban las casas y les ofrecían presentes y con máscaras, disfraces y luces se intentaba acompañarlos, en procesión, fuera del poblado, a fin de evitar daños a bienes y personas.

La cristianización de la jornada se perpetró hace justamente mil años, al inicio del segundo milenio y correspondió al abad de Cluny Odilón, quien creyó que los bramidos del volcán Etna eran los alaridos de los demonios porque las limosnas de los vivos, dadas a los monasterios, les arrebataban los finados. Desde el ámbito monacal fue adoptada por los obispos de las Galias, país de fuerte tradición céltica. A pesar de que la Iglesia combatió por supersticioso el culto a los muertos, acabó tolerando el mestizaje y la supervivencia de creencias y prácticas y durante los siglos XIII y XIV difundió esta memoria desde Roma, que fue completada en el siglo XV en Valencia con el uso de celebrar cada sacerdote tres misas -extendida a la Iglesia universal en 1915 por Benedicto XV- cada dos de noviembre. Y, alrededor de la fecha se concentraron las liturgias romanas de los lares o dioses de la casa y de los manes o espíritus de los antepasados, a los que había que apaciguar con ofrendas de flores, pan, vino y cera encendida; a lo que se sumaron los ritos de las fiestas Parentalia, dedicadas cada mes de febrero a los padres con visitas a los cementerios para ornar las tumbas con flores, luces, comida y bebida y de las fiestas Lemuria, que en mayo trataban de ahuyentar los malos espíritus que vagaban por el mundo.

De hecho, nuestro pueblo creía que, a partir del mediodía de Tots-Sants, del primero de noviembre, las almas abandonaban el Purgatorio y volvían a la Tierra, a las casas que habitaron para comunicarse y reencontrarse con sus parientes y descendientes. A fin de mostrar que se las recordaba con tristeza y veneración, se les habían regalado crisantemos, las 'flores de oro' por estar relacionadas, como en la antigua Grecia, con la riqueza de las cosechas y la fertilidad, y crestas de gallo, la flor de la inmortalidad, se abrían todas las puertas, se dejaba el fuego encendido toda la noche, se les preparaban camas para su descanso, se disponían sobre las mesas bandejas de panellets, legumbres, castañas y almendras para su refrigerio y se llenaba la casa de animetes, luces encendidas en vasos llenos de aceite. Las calabazas, antiguo símbolo de resurrección y contenedora de emanaciones de difuntos, vaciada e iluminada encontró su equivalente en los desfiles infantiles, durante los días iniciales del otoño, portando melones con una candela encendida, los fanalets, decorados con sintomáticos signos de muerte y renacimiento; fulgores en la noche que representan a los espíritus. La peligrosa fiesta de los muertos, para no recibir maldiciones, se les rezaban las tres partes del rosario seguidas de tres padrenuestros. Las campanas lloraban toda la jornada invitando a recogerse en casa y tratando de espantar a las ànimes en pena y evitar sus acometidas. No se podía circular por las calles ni viajar para no tropezar con espíritus, más o menos glorificados, pero más que menos agresivos; pescadores y marineros no salían a la mar a fin de librarse de pescar cruces y calaveras.

En algunos pueblos valencianos se podía ver gente disfrazada de espectro, que imitaba una procesión con la intención de conjurar los rasgos más amenazadores de las almas en pena. Con la misma finalidad preservativa, durante la velada, a la lumbre, ya que las almas de los difuntos familiares circulaban por la chimenea, se contaban rondallas, fábulas y leyendas funerarias con abundancia de fantasmas, esqueletos, aparecidos, buenos y malos espíritus, tumbas y cementerios. De las simulaciones y los relatos y con idéntica misión derivaron las representaciones teatrales de El convidado de piedra de Tirso de Molina, sustituida después por el Don Juan Tenorio de Zorrilla.

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