¿Existe una excepcionalidad turca?
Es cierto que la democracia representativa es una forma de régimen político rara en el mundo musulmán. Es importante interrogarse sobre las razones históricas, políticas y sociales de esta falta sin caer en un defecto culturalista que atribuiría ésta, por ejemplo, a las especificidades del mundo cristiano. Mal que les pese a sus detractores, a veces superficiales y no desprovistos de prejuicios, no dictados necesariamente por la inquietud democrática, existe un caso de democracia representativa, el de Turquía, insuficientemente evaluado en su justa medida, menos en Estados Unidos, por otra parte, que en Europa occidental. Ello se debe a numerosas razones que tienen que ver no sólo con los eclipses que esta democracia representativa -que sin embargo ha impuesto desde hace medio siglo la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial- ha sufrido a veces a manos de intervenciones militares, sino también, paradójicamente, con las representaciones negativas por parte de los europeos, de quienes sufre rechazo cultural.
Las elecciones legislativas de mañana domingo en Turquía proporcionarán una prueba a este respecto. Todos los colores políticos estarán representados, desde el rigorismo musulmán hasta el comunismo, pasando por el liberalismo, el populismo, el nacionalismo y el conservadurismo, sin olvidar la defensa de los intereses de la población kurda. Sin duda, pueden existir trabas a una total libertad de expresión, en determinados momentos y lugares, pero no serían razón suficiente para calificar al régimen de 'antidemocrático'.
Muchos observadores occidentales tienen recelos -y quizá no se equivocan del todo- sobre el lugar que ocuparía el islam político tras estas elecciones, y los ojos se vuelven evidentemente hacia su principal representante. ¿El Partido de la Justicia y el Desarrollo (Adalet ve Kalkinma Partisi, AKP), dirigido por el antiguo alcalde de Estambul, R. T. Erdogan, hombre de cierto carisma, pero castigado hoy con la prohibición de tener representación en el Parlamento, es 'islamista'? El término es demasiado fuerte para el contexto de Turquía. Más valdría calificarlo de 'islámico', o 'musulmán' o 'religioso', un poco como si -sólo es una comparación- tal o cual partido italiano, alemán o israelí reivindicara los valores del cristianismo o el judaísmo. ¿Habría que inquietarse por su ascenso?
El primer punto que hay que subrayar reside en el hecho de que el debate, incluso el combate, se desarrolla de una manera pacífica y el islam político no ha hecho ningún recurso a la violencia. Se trata en este caso de lo que puede llamarse, a ejemplo del islam indonesio, una especie de 'islam civil'.
El segundo punto sobre el que se puede insistir es el ensanchamiento del espacio público que induce a incluir la religión política, ensanchamiento por consiguiente de la participación política. El peso electoral del partido religioso, castigado con un cierto ostracismo, deseoso de insertarse en el paisaje político y democrático, que comienza a pronunciar sin complejo nombres y palabras como 'Ataturk' y 'democracia', está además contrarrestado por factores seculares y laicizantes. Comenzando por los alevíes, que constituyen entre el 15% y el 20% de la población total del país. Un poco los protestantes del mundo musulmán, con una liturgia que les distingue de los suníes, la comunidad aleví (de obediencia shií, pero sin nada que ver con el shiísmo iraní), atravesada por la fractura étnica turco-kurda, parece haber escapado en conjunto a las provocaciones que la empujan a una colectivización radical, confesional y étnica.
El laicismo también, pero sobre todo la secularización, ha impregnado fuertemente a la sociedad turca. Más allá de la experiencia voluntarista del kemalismo, es también en las especificidades del islam turco, sincretista, marcado por las religiones centroasiáticas (e incluso, esencialmente en el mundo balcánico, a través del pasado otomano, por la cristiana), donde habría que buscar un lazo específico que pone en relación la religión con la política. Se trata igualmente de un islam dividido en múltiples ramas que en su variante política se traducen en tendencias rivales. Existe, en fin, un fenómeno marcado por el republicanismo, que viene a recordar el reciente 79º aniversario del 29 de octubre de 1923, fecha de creación de la República, y sobre todo la larga tradición estatalista que hace que el Estado 'sacrílego' prevalezca, a ojos de los actores políticos, que en última instancia son los intereses que cuentan. Incluso los 'musulmanes' más radicales lo saben.
En todo caso, sería inconcebible, si nos detenemos en los signos externos, imprimir sobre los billetes de banco turcos el equivalente de 'In God We Trust', en lugar por ejemplo del mausoleo de Ataturk o las presas del proyecto de desarrollo del sureste anatolio, aunque uno se puede preguntar razonablemente si la sociedad estadounidense está más laicizada, o más exactamente, secularizada, que la sociedad turca. Una universidad puede denominarse 'católica' en Francia o en Bélgica, por ejemplo en Lyón o en Lovaina; es difícil imaginar que una institución semejante se denomine y sobre todo sea denominada 'suní', o 'shií' (en este caso aleví) en Turquía. Igualmente, hay probablemente un cierto anacronismo pintoresco en el caso de la monarquía británica, cuya cabeza es al mismo tiempo jefe de la Iglesia anglicana, mientras que sería difícil imaginar por ejemplo al presidente Ahmet Necdet Sezer actuar como jefe espiritual del islam.
Sin duda alguna, la formación principal que representa la sensibilidad religiosa está sometida a grandes tensiones contradictorias: la necesidad de situarse, por táctica o por obligación, en un contexto pluralista, lo que por otra parte le confiere una cierta legitimidad, y por otra, el factor de la 'unicidad de Dios' (tevhid) en la que se basa su filosofía (¿metapolítica?), y que considera el pluralismo como una fuente de división (nifak). No obstante, los signos de su integración en el sistema político son numerosos.
La gestión de los municipios desde marzo de 1994, y no de los menores, como los de Estambul y Ankara, no es forzosamente un fracaso, especialmente en el primero. Le proporciona un aprendizaje con prácticas que no son diferentes en lo esencial a las de sus predecesores, en especial el clientelismo. Ya que de todos los partidos políticos, muchos de los cuales están aquejados de inmovilismo y divididos por querellas intestinas, el AKP (antiguamente el Refah y el Fazilet), animado por dirigentes motivados, es el que hace mejor el trabajo en profundidad, aportando prestaciones sociales, por no hablar de su capacidad de reorganizarse en poco tiempo a pesar de las prohibiciones que lo castigan. Constituye, asimismo, un marco que permite a sus militantes y electores una inserción social en la medida en que sus débiles recursos económicos lo permiten.
El avance de la religión política pone en evidencia ante todo el resurgimiento de un islam oculto, reprimido y callado; en este sentido, parece difícil evocar la 'reislamización' de la sociedad turca, habiendo estado siempre presente el islam. Este empuje recuerda también la dualidad de la sociedad turca, que podía percibirse hasta el decenio de 1950 en términos de ciudad y campo. El kemalismo, es decir, sobre todo el laicismo, que sin embargo había lanzado la guerra de independencia nacional, no sin apoyarse en los notables locales e incluso en los jeques religiosos, se había impuesto desde los años de la década de 1920 en las ciudades, siendo Ankara, al principio una aldea, el símbolo de la nueva República.
Además, la oposición entre 'las dos Turquías' por supuesto no tiene en nuestros días, con mayor razón, más que un valor de imagen, en la medida en que esta contradicción tiende a atenuarse en el plano espacial con la urbanización, la movilidad social y el desarrollo de los medios de comunicación, entendiéndose no obstante que el este de Anatolia escapa en su casi totalidad al dinamismo del que se benefician las otras regiones del país. Igualmente, no es posible plantear la cuestión religiosa en términos de oposición binaria, entre los 'laicos' por un lado y los 'integristas' por otro; existen comportamientos híbridos, por no hablar de las especificidades de los 'musulmanes' turcos, una parte importante de los cuales, y a menudo de mujeres, ha hecho una especie de aggiornamento con la modernidad. El AKP se inscribe en esta evolución política e ideológica, en un contexto de mutación social y cultural: se ha emancipado de la tutela de las grandes formaciones heteróclitas, en un contexto de liberalización política.
Por último, una reflexión sobre el lugar de este actor regional de primer orden en las dinámicas internacionales. Por razones geoestratégicas y culturales, Estados Unidos y el FMI no pueden hacer otra cosa que apoyarla, en este primer decenio del siglo XXI, salvo si báscula hacia un régimen 'islamista' francamente antioccidental (¿antiestadounidense?), lo que es altamente inverosímil. En cuanto a las relaciones con la Unión Europea, muchos continúan manteniendo en Ankara la ilusión de que Turquía podría convertirse pronto en miembro del 'club'; por consiguiente, esta cuestión sigue ocupando un lugar relativamente importante en el orden del día político. Pero no plantearse tampoco esa cuestión por parte europea en un momento en que Bruselas empieza a interrogarse sobre 'las fronteras de Europa' empuja a ésta a la negación de sí misma y de sus valores'. ¿No podría Turquía constituir, en la atmósfera particularmente penosa posterior al 11 de septiembre, un elemento de diálogo con el mundo 'musulmán' (aunque la definición de este país no se reduzca a eso) para la Unión Europea, que a veces es considerada allí como un 'club cristiano' replegado y tembloroso?
Semih Vaner es director de investigaciones en el Centro de Estudios e Investigaciones Internacionales (París), autor de La stabilité de la Turquie à l'épreuve de l'ethnicité et de l'islam politique, Madrid, Unisci Papers, 2000.
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