Pero qué gente más arisca
Hasta las milenarias pirámides egipcias rebosan de secretos que ocupan a centenares de arqueólogos, pero bajo el reciente faraonismo populero no hay más que un millonario tonelaje de cemento baldío
Avilantez
No hace ninguna falta saber si la sebosa obsequiosidad de Francisco Umbral hacia los poderes de ahora mismo se debe a que cena casi cada noche con los ocurrentes Aznar de Botella mientras introduce en La Bodegona a la dueña de la casa en los secretos de la lectura de los relatos infantiles. Por qué hace de patito feo un escritor que lo ha conseguido casi todo es un misterio, tal vez un rasgo de carácter, o quizás un débito de quien siempre será el muchachito de Valladolid. Ahora tacha de cobarde a Valderrama, embajador español dimisionario en Bagdad, y en esa sumisión al poder exterior de Ana de Palacio se deja ver la avilantez ('tranquilidad para mentir o cometer cualquier otra falta sin inmutarse o sentir vergüenza', según el María Moliner) de un personaje que todavía asiste como groupie con trienios a las nostálgicas fiestecitas campestres del pecé.
Pulsión expositiva
La ventaja de Gran Hermano sobre otros programas resueltos a machacar la intimidad ajena reside precisamente en su formato. Nadie va allí a contar lo que le ocurrió en fechas más o menos remotas, ni a encontrarse con alguien que desapareció de su vida hace algunos años, ni a exponer los maltratos sufridos en silencio a manos de un canalla sin conciencia. No todo el directo viene a ser lo mismo ni significa cosa parecida, y la diferencia reside en el uso del tiempo. Hay directos centrados en narrar lo que sucedió antes de que la víctima se decida a contar su drama en la pantalla de sobremesa, pero el mejor de los directos será el que muestra lo que ocurre en ese mismo instante -previo encierro consentido de los concursantes-, porque ahí se disfruta de la trivialidad especular sin fronteras de la vida de a diario y se escamotean los trances que otros espacios ofrecerán, muchos prime time después, en diferido.
El fantasma de Berlanga
Resulta imposible no encariñarse con Berlanga padre, un cineasta de mucha enjundia que como quien no quiere la cosa ha acumulado -quiero decir creado- una filmografía que basta para ajustar las cuentas al franquismo desde su frenético debut hasta su retirada forzosa por el equipo médico habitual. En su película Escopeta nacional captó como nadie el traspaso de poderes entre los residuos de la bravata falangista y la escolástica del Opus, en una breve escena donde un ministro farruco y putero es sustituido por un beato (que se parece bastante, por cierto, a Paco Camps). Ahora le rinden a Berlanga merecidos homenajes por el cincuentenario de su película de más fama, y por eso el maestro debería tal vez abstenerse de insistir en su ramalazo anarcoide y ajeno a la adaptación social, cuando apadrina urbanísticos negocios de cine más en deuda con el uso ventajista de su nombre que con el reconocimiento a su obra.
Veinte años son mucho
Antes de que la tropa socialista se estrellara en la cuneta entre estertores de éxito y algarabía mediática, justo es reconocer que cambió la fúnebre estampa de esta tierra perfilando un proyecto que era insuficiente para muchos de sus votantes de izquierda y demasiado para una derecha que se veía descolocada después de muchos quinquenios de haberlo dado todo por la patria. La victoria socialista del 82, que hoy cumple 20 años con esperanzas renacidas, despertó más expectativas de las que pudo cumplir, es cierto, pero hay límites que escapan a la comprensión si el lector es incapaz de imaginarse el corazón de las tinieblas del primer encuentro del flamante ministro de Interior con los altos cargos de los sótanos del sitio que se disponía a dirigir. Es sólo un ejemplo, lo bastante tenebroso como para ser tenido en cuenta. No es fácil determinar si se hizo cuanto se pudo, pero es hora de resolver que ahora sí, se hará por fin.
Museos y ciencias
Que un varado museo de artes y ciencias pierda un millón de euros al mes no sería noticia de no ser porque ni se trata de un museo ni, mucho menos, de artes ni de ciencias, sino de una especie de parque temático que sólo parece interesar a los aficionados al bricolaje de signo culturalista. Tampoco eso tendría nada de particular si no pasara lo que pasa con el IVAM, con el diseño de las Artes Escénicas, con el Palau de la Música o con el Museo Fallero de la Ilustración Moderna. Todo parece indicar que la zaplanitis que aún nos enferma sabe construir monstruosos espacios, o reorientarlos, pero desconoce los secretos de la sustancia que habría de llenarlos. Y encima Terra Mítica, la diversión sin el engorro de la coartada cultural, regalando entradas para llenar sus ya deterioradas y resecas explanadas.
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