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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Benéficas aguas del olvido

No reneguemos del olvido. Esta cualidad nos deja libres para ir a nuevos caminos o pisar los andados sin reconocerlos. No reneguemos de olvidar algo cada minuto y que los rasgos de lo que supimos se alejen a nuestras espaldas. Alegrémonos de olvidar. Incluso, los más dados a conservar la historia han trascordado hechos, y bien, ¿de qué puede servirnos saber penas o alegrías ajenas si no nos sirve para conjugar las nuestras? ¿Para qué tendríamos que acumular un archivo infinito de sufrimientos o recuerdos triviales? ¿Para qué perpetuar acciones menudas de un personaje, o las peripecias de un reinado, pongamos, como ejemplo distante, el de la emperatriz Ana de Rusia? ¿Podría alguien interesarse en lo que esta remota figura hizo? No, no es posible: tantos datos nos sujetarían con su larga cadena a un pasado quizá merecedor de olvido. No en balde los antiguos soñaron aquel río cuyas aguas tenían el don de lavar la memoria. El humano, en la frágil barquita, navega a lo largo de sus orillas y según descubre nuevos paisajes va olvidando los vistos. Río Leteo, el que todos surcamos gozando de su benéfico influjo, ¿qué sería de nosotros sin el roce de tus ondas?

Olvido, escapa hacia tu lejanía y déjanos en la ignorancia, deja que sigamos atentos al futuro

Pues supongamos por un mo-

mento que nos acordásemos minuciosamente del reinado de la zarina Ana. Entonces, todo lo ocurrido en Rusia a mediados del siglo XVIII lo tendríamos presente, se mezclaría con nuestras vidas actuales y vendríamos a caer un día en la excentricidad de comentar, como algo totalmente normal, las diversiones de aquella emperatriz. No los graves problemas de Gobierno o la guerra con Turquía, sino la nimiedad de los entretenimientos preferidos por Su Alteza Imperial: jugar a las cartas, vestida con una simple bata y un pañuelo a la cabeza, asistir a ligeras obras de teatro, montar a caballo, tirar al blanco o disparar a los pájaros desde las ventanas del palacio. Se sabe que disponía de seis bufones, los cuales serían, sin duda, ejemplares singulares por haber merecido tal honor. Tres de ellos eran de origen noble; había un judío portugués, Lacosta, y un italiano, Pedrillo, sus favoritos. Le encantaba verlos pegarse entre sí, saltar, decir inconvenientes y ser la confirmación constante de que los cortesanos, y ella misma, no eran así. Había grandes espejos traídos de Alemania hacia los que Ana volvía sus ojos para contemplarse -bella imagen real- y asegurarse de que era bien distinta a los enanos. Su mayor diversión era cuando se ponían los bufones en fila, de cara a la pared, y uno de ellos les daba un golpe en las corvas para que cayesen en posturas ridículas que la zarina celebraba con grandes carcajadas.

Entre tales servidores había una vieja kalmuka de fealdad extremada pero capaz de hacer visajes y gestos que parecían a todos muy graciosos. Como en cierta ocasión dijera que le agradaría casarse, la zarina quiso complacerla y al día siguiente anunció a uno de sus bufones que iba a desposarlo con ella. El enano era noble, nada menos que un príncipe Galitzin, porque también en las mejores familias los hay deformes, pero una orden de la emperatriz era inapelable y tuvo que obedecer.

La boda se celebró con toda pompa, como una gran solemnidad. Se formó un cortejo de asnos, cabras, ciervos, bueyes, montados por representantes de los pueblos del Imperio ruso vestidos con sus trajes típicos, según el ceremonial folclórico que gusta a los que no se ocupan para nada del folclore del pueblo. La pareja de novios iba en lo alto de un elefante, y así, la comitiva recorrió las calles de San Petersburgo y se detuvo en el palacio de un príncipe donde se sirvió una comida de platos exóticos.

Fieles a nuestro elogio del olvido, olvidábamos decir que esto ocurría en enero y que cumpliendo órdenes de la zarina, se había construido cerca del Palacio de Invierno un pabellón con bloque de hielo. Se componía de cuatro habitaciones: una de ellas era la cámara nupcial donde había una cama de hielo con almohadas y colcha de la misma materia. Al llegar la noche, la alegre comitiva volvió a formarse y llevó a los recién casados a su nueva casa, resplandeciente a la luz de las llameantes antorchas. Allí fueron dejados y las crónicas detallistas recuerdan que la emperatriz ordenó poner guardia en la puerta y en las ventanas para que nadie saliera ni entrase. También los cronistas añaden el comentario, casi jocoso, de que la pareja pudo sobrevivir a aquella prueba del hielo.

No, memoria, detén tu inagota-

ble manantial y no informes de casos parecidos, ni de la larga noche de aquellos dos seres, la vieja de los horribles visajes y el mono noble... ¿Para qué retener remotos residuos del pasado que únicamente irían a hacer más crispada la mueca de los labios? Porque nosotros, surcando el Leteo, recordamos tan sólo, como quien ve una fotografía antigua, tenues rastros de la realidad vivida, pero otra memoria omnipotente, al inundarnos con sus riquezas, nos haría vivir la lúgubre escena: se alejaría el ruidoso cortejo, las antorchas se apagarían poco a poco, el viento helado de la noche soplaría en aquellas habitaciones vacías... Los dos se mirarían, tan distantes y ajenos, unidos en una peripecia cuya única explicación era la obediencia a su ama. En el silencio de aquel lugar extraño carraspearían o toserían, sin comprender del todo lo que hacían allí o lo que tendrían que hacer. Quietos, envarados por el frío, contemplarían las paredes de hielo, sus brillos al reflejar las hogueras de los guardianes, y su memoria buscaría un recuerdo semejante...

Sí, eso es, olvido: escapa hacia tu lejanía y déjanos en la ignorancia, deja que sigamos atentos al futuro, en la proa de nuestra barca.

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