Un 'new deal' para el PP
El maestro del chascarrillo y ministro-secretario general, Javier Arenas, lo calificó de 'histórico', mientras que el saliente Alberto Fernández lo llamaba 'un congreso 10'. Ambos exageraban, porque el décimo congreso del Partido Popular de Cataluña ha sido, al menos en cuanto a su contenido doctrinal, completamente incoloro, inodoro e insípido: apenas la adaptación regional de las tesis patriótico-constitucionales proclamadas por el último comicio del PP español, en enero pasado, con un perfil catalanista incluso más desvaído que aquel que el entonces ponente Josep Piqué trató de fijar durante el anterior congreso de sus correligionarios catalanes, hace ahora 25 meses.
No, no es que en la ponencia política o en los discursos principales faltase un puñado de alusiones mecánicas, de trámite, al 'nuevo catalanismo integrador', a 'un catalanismo vivo y moderno', al 'catalanismo moderado', ni tampoco algunas jaculatorias dedicadas a los viejos santones (Prat de la Riba, Cambó y, esta vez, también Tarradellas). Es sólo que, por debajo de esas invocaciones, el discurso del PPC y de su nuevo liderazgo conduce a enterrar el catalanismo. Eso sí, con funerales de lujo, tan solemnes y llenos de elogios como los que mereció el sacrificado Fernández Díaz. Pero a enterrarlo.
Veamos. Según el esquema más comúnmente aceptado, los dos grandes objetivos del catalanismo histórico fueron lograr el autogobierno para Cataluña y propiciar tanto la modernización material como la transformación política y cultural de España en un sentido pluralista y policéntrico. Pues bien, a juicio del PP, España ya es moderna y plural a rabiar y, en cuanto al autogobierno, éste ha tocado techo, el techo impenetrable de una Constitución sacralizada. Siendo así, ¿qué más cabe hacer con el dichoso catalanismo que darle cristiana sepultura, explotar las rentas residuales de la etiqueta y tildar de nostálgicos, utópicos, victimistas, caducos y acomplejados a aquellos que todavía se lo toman en serio? 'Dejémonos de historias', resumió Josep Piqué el pasado domingo.
La verdadera inflexión que el partido conservador emprende ahora no consiste, pues, en tratar de mimetizarse mejor dentro del escenario político catalán a través de 'giros catalanistas' más o menos creíbles, sino que apuesta por un cambio de escenario y de reglas, por el reparto de naipes nuevos para una nueva partida, por un new deal. Cuando todos los oradores del reciente congreso evocaron el final de un ciclo político, la conclusión de una etapa, cuando José María Aznar aludió al 'libro' que Cataluña está a punto de cerrar, no se referían sólo ni quizá principalmente al pujolismo, sino al periodo histórico abierto en 1976-1977; un periodo a cuyo arranque el hoy Partido Popular catalán fue ajeno cuando no hostil, y dentro del cual se ha sentido siempre desplazado y a contrapié.
El propio Josep Piqué, con la perspectiva que le da su procedencia exógena, lo ha admitido sin ambages: el mapa político que se configuró en Cataluña desde mediados de la década de 1970, aquel mapa forjado mientras resonaban los gritos de Llibertat, amnistia i Estatut d'Autonomia!, 'nos colocó a nosotros [al PP] en una difícil posición para crecer y ser un partido de gobierno'. En efecto, la cultura política del antifranquismo catalanista, hegemónica y transversal, ha mantenido a los populares aislados, como un cuerpo extraño e inasimilable, sin que valiesen de nada los esporádicos intentos de adaptación, desde Eduard Bueno a Josep M. Trias de Bes. Pero ahora, por fin, el mapa y la cultura política vigentes desde la transición van a extinguirse -tal es, al menos, la gran esperanza que alentó el décimo congreso-, y habrá un nuevo juego libre de las hipotecas del pasado, y el PPC podrá rentabilizar sin complejos su condición de partido gobernante en España. Si los soi-disant centristas tienen tanta prisa por jubilar a Pujol y a Maragall, si tachan a Saura y a Carod Rovira de prehistóricos, no es por nada personal; es sólo que tales líderes no encajan en ese futuro falsamente desideologizado que el Partido Popular trata de vendernos.
He aquí, en resumen, toda la sustancia del piquerazo. Éste consiste en propugnar una Cataluña que dé por cerradas veleidades reivindicativas 'obsoletas' y debates soberanistas 'estériles', que deje de ocuparse de su pasado y de preocuparse por el porvenir de su lengua propia, que abandone su identidad cultural a la suerte del mercado; una Cataluña que no se sienta agraviada o quejosa ni por las 'chapas' unitarias en los coches, ni por los papeles secuestrados en Salamanca, ni por el déficit crónico de la balanza financiera y, en cambio, otorgue espuertas de votos agradecidos por la rebaja del impuesto sobre la renta o por la supresión del IAE. Es, en definitiva, el modelo valenciano, el referente de normalización autonómica que Eduardo Zaplana encarna y que vino personalmente a glosar ante el congreso.
A este proyecto, ¿qué valores añadidos le aporta la figura de Josep Piqué? Se ha ponderado su propia biografía, tan representativa -¡oh, paradoja!- de esa misma etapa histórica que ahora él quiere cerrar. Sin duda, pesa también su currículo ministerial, que le permite erigirse en puente directo hasta el Gobierno, sin apoderados ni mediadores. Pero el cumplido más curioso lo apuntó el presidente de las Nuevas Generaciones de Cataluña, Àngel Alcolea, cuando abominó de 'los poetas en la política' para ensalzar a Piqué, 'un político en prosa'. ¿En prosa? Si eso significa descreído, camaleónico, maestro en rentabilizar oportunidades, capaz de digerir todas las contradicciones propias o ajenas sin atragantarse, entonces sí, entonces Piqué hace política en prosa con la misma naturalidad con que monsieur Jourdain hablaba también en prosa sin siquiera saberlo.
Joan B. Culla es historiador.
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