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Columna
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Gaviotas

Es disparatado buscar gaviotas en una ciudad que dista kilómetros del mar, pero la prisionera de una geografía sin horizontes se obstina en encontrarlas. Es esa madrileña que remueve el visillo del ventanal del comedor, mira el triángulo de calle, abre el balcón, se agarra a la barandilla y con los ojos cerrados aguarda el rapto a lo desconocido o el cambio radical de su existencia, mientras escucha en la mañana fragante el reclamo del aguador y del buhonero, la mazurca del organillo, la noticia del vendedor del Heraldo y el calmoso trote del carruaje que conduce al presidente del Consejo al edificio del Congreso por una Puerta del Sol abarrotada de enemigos de Maceo y entusiastas de la tropa que se ejercita a orillas del Manzanares para pelear, dentro de unos meses, en la guerra perdida de Cuba.

Admirada por el más famoso galanteador de los contornos, el galdosiano Juanito Santa Cruz -aunque nunca se sabrá si la rindió-, esa mujer tiene la planta que seducirá a Eugenio d'Ors medio siglo después cuando, en 1945, examine su retrato en el Salón de Otoño y por un instante añada, a la turbación que despierta su belleza, su condición de inasequible a los mortales. Por eso el encargado de plasmar su figura en el lienzo -un tísico que no recibirá por su cuadro medalla ni accésit- no la pintó al natural en su buhardilla de la calle de Arrieta, sino guiado por la descripción de quien la vio un día del año1896 cuando se asomaba al balcón de su casa, en la trasera de la Puerta del Sol.

El estigma de su hermosura, que este testigo captó desde la acera de enfrente al domicilio de la dama, justo donde se ubica un establecimiento de artículos religiosos, le impulsó a transmitir al pintor, unos años antes de que éste abordara el cuadro, la vivencia de aquel instante cegador que la dama se encargó de extinguir: porque al apreciar el equívoco que provocaba su presencia al aire libre, ya que sus ansias de una vida diferente se sometían al arbitrio de quien la espiaba, retrocedió al interior de su casa y cerró el balcón, como si fueran las puertas del infierno. Durante mucho tiempo estremeció la sensibilidad de ese trozo de calle el choque de las maderas, el tibio batir de cristales y la desesperación del castigado desde entonces a enardecer su deseo insatisfecho con la sublimación de su amor.

Al hablar de esa mujer al pintor de la calle de Arrieta con la pasión exacerbada de la añoranza, el enamorado se comporta igual que un invidente: retiene la imagen del último día y no la modifica con los años. En su delirio, rechaza la posibilidad de que esa mujer envejezca o se deteriore, y con palabra inflamada transmite al pintor, para que reproduzca ciegamente lo que él le dibuja, su estampa de gaviota posada en el balcón de su residencia, prendida voluptuosamente de la brisa del Guadarrama que entorna sus ojos y refresca sus mejillas. Así la captó el cortejador en ese momento que su dolorida memoria perpetúa, así la inmortaliza el pincel del que nunca la ha visto, y así imaginarán su atractivo los asiduos al Salón de Otoño.

Para consolarse de su frustración, el despechado se enreda en las turbulencias de la política. 'No quiero saber nada de él -advierte la dama cuando se lo mencionan-; para mí, como si no existiera'. Y al interpretar al piano el primer movimiento de la sonata Claro de luna, de Beethoven, aplaca sus contradicciones sentimentales. Sus amigas, su director espiritual, incluso don José Ido del Sagrario, admiran los esfuerzos de ese galán -tan distinto al versátil de Juanito Santa Cruz- para merecer su gracia. Todos sospechan que cuando él enarbola la bandera revolucionaria y proclama sus ideales en el escaño o en la barricada, lo que reivindica es el amor de su heroína.

Abatido por el disparo del pelotón, que cumple de este modo con la sentencia capital, muere este infeliz con el nombre de la ingrata en los labios. El trágico eco debe filtrarse en la residencia de la desdeñosa porque, en un impulso mimético del efectuado aquel lejano día de 1896, corre al balcón y otea la calle. Quizá intuye que él acaba de dejarla libre, y luchan en su corazón el remordimiento y el alivio. Efectivamente, él ya no volverá a contemplarla desde la acera de enfrente, pero sí los espectadores de la obra dramática en que se ha convertido su historia, esa obra traída desde Rusia hasta el teatro levantado en la trasera de la Puerta del Sol, entre las calles del Correo y de la Paz, donde la gaviota asomada al balcón de la fachada es el emblema de la desdicha.

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