El empeño terrícola en recibir a visitantes
'¡DE MANERA QUE VENDISTE UN CARBONIZADOR reverberante con capacidad mutante a un cefalópodo indocumentado!', reprende el agente K al dependiente de una armería. Y es que cada vez hay más no humanos viviendo entre nosotros. Unos 1.500 alienígenas, en total, pululan por nuestro planeta. La mayoría, concentrados (cómo no) en Manhattan. Mientras unos se ganan honestamente la vida, otros andan empecinados en dominar el planeta. ¿Quiénes son esos personajes embutidos en impecables trajes negros que ocultan sus ojos tras unas impenetrables gafas negras? ¿Los intrépidos y mordaces reporteros de Caiga quien caiga? ¿Tip y Coll redivivos? No. Son J (Will Smith) y K (Tommy Lee Jones), agentes de una supersecreta agencia gubernamental norteamericana que 'autoriza, controla y vigila la actividad alienígena en el planeta Tierra'. Allí donde puede producirse alguna filtración que revele la presencia de extraterrestres en la Tierra, están estos agentes para borrar los hechos de la memoria de los testigos. Salvan, si se tercia, la Tierra en el último instante y reciben sólo la incomprensión de sus semejantes, cuando no la indiferencia. Nadie puede aplaudir sus hazañas.
Según la definición dada por Robert T. Carroll en su Diccionario escéptico (http://skepdic.com), los hombres de negro (Men in black) serían unas supuestas criaturas, alienígenas o agentes del gobierno, que visitan a los testigos de un contacto con extraterrestres para advertirles de no divulgar su experiencia. Una leyenda más que añadir a la larga lista de mitos y fraudes que conforman el folclor moderno (en ese excelente diccionario figuran más de 400 entradas, desde abracadabra hasta zombi).
Sin caer en conexiones místicas ni en pretenciosas explicaciones seudocientíficas (al estilo de Expediente X), los filmes Men in black I (1997) y su reciente continuación, MIB II (2002), constituyen unas divertidas comedias, cargadas de humor negro y salpicadas con abundantes fluidos corporales de monstruosos alienígenas (intencionadamente parecidos a los monstruos-de-ojos-saltones de las películas sobre invasiones extraterrestres de los años cincuenta). Una parodia del tema ovni que, recurriendo a todos sus tópicos (ocultación de pruebas, testigos silenciados, etcétera), lo convierte en filón cinematográfico. Al igual que la serie de Stars wars (aunque ésta tiene en su descargo que todo acontece en una galaxia muy lejana), MIB muestra un universo rebosante de vida inteligente. Premisa lícita para desarrollar una historia de ficción. No obstante, en la realidad, no tenemos ninguna evidencia incontrovertible de la visita de civilizaciones extraterrestres; algo que el físico Enrico Fermi resumía en la cuestión ¿dónde están?, planteada allá por la década de 1940. Si existen muchas civilizaciones alienígenas y la nuestra es un ejemplo bastante común, los extraterrestres no tienen ninguna razón para tomarse un interés especial por nosotros. Somos otra raza más, algo muy común.
¿A qué viene, pues, el papel de la Tierra como destino turístico o lugar de inmigración de todas esas razas alienígenas? No vale responder, como explica K, que los primeros extraterrestres que llegaron en los años sesenta 'eran un grupo de refugiados intergalácticos (sic) que querían hacer de la Tierra una zona apolítica para criaturas sin planeta. Como Casablanca, pero sin nazis'.
Por otra parte, tampoco la propia existencia de esos hombres misteriosos que van ocultando pruebas por ahí es convincente. ¿No resulta más fácil y económico (racionalmente hablando) pensar que, quizá, esas mismas pruebas son del todo inexistentes? Inasequibles al desaliento, los creyentes en estos temas han desarrollado un argumento harto falaz: no existen pruebas porque alguien (¿los hombres de negro?) las oculta. Y ahora, mientras nos colocamos nuestras gafas negras, abran bien los ojos y fijen la mirada en el neuralizador (artilugio que 'aísla los impulsos eléctricos que se producen en el cerebro y, específicamente, los de la memoria'). Dentro de un momento, todo lo que han visto y oído será borrado de su memoria. No recordarán nada. Olvidarán así, de paso, el error cometido en la segunda entrega cuando el agente K dirige su mirada a la constelación de Orión en pleno mes de julio de 2002. En verano, en el hemisferio norte, esta constelación no resulta visible. Y también desaparecerá de su mente la petición de la bella (y monstruosa) Serleena, que reclama la construcción de una nave capaz de viajar a una velocidad... ¡tres veces superior a la de la luz! ¿Preparados?
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