Hinchas de la violencia
Los agresores del vigilante frecuentan grupos juveniles que atemorizan barrios sevillanos
Ni Diego, ni Esteban, ni Marco Antonio, ni sus dos amigos menores de edad son socios del Sevilla. No son habituales del estadio sevillista ni forman parte de ningún grupo organizado en torno al fútbol. 'Lo único que pasa es que son muy agresivos y si saben que va a haber bronca, sea donde sea, allá van', dice un vecino del barrio donde viven y que los conoce.
Los cinco estaban el domingo en las primeras filas del Gol Norte del Sánchez Pizjuán cuando, media hora antes de que empezara el derby Sevilla-Betis, el vigilante Antonio Orrego se acercó a esa zona para tratar de evitar que unos chavales siguieran robando los balones con los que el portero del Betis Toni Prats intentaba calentar.
Se dedican a pequeños robos, al menudeo de drogas, y consumen desde cannabis a cocaína
'Son muy agresivos y si saben que va a haber bronca, sea donde sea, allá van', dice un vecino
No debían haber encontrado suficiente aliciente en los incidentes registrados en el exterior del estadio, así que entre los cinco se ensañaron con el guardia de seguridad. Escupitajos primero y, tras saltar al foso -en cuanto Orrego osó mirarles- patadas y puñetazos hasta aburrirse. Uno de los dos menores de edad, de 17 años, agarró una muleta que le había caído desde arriba y la blandió directamente contra la cara de Orrego que, ya con el tabique nasal roto, escapó a duras penas.
Dos días después, ante el juez que les interrogaba para valorar su participación en los hechos, el menor de la muleta y su compañero Diego, de 20 años, los más duros en la paliza, según las imágenes de televisión, se derrumbaban en mitad de su declaración y, llorosos y cabizbajos, marchaban camino de su encierro, uno a prisión y el otro a un centro de menores en régimen cerrado. Los dos tenían antecedentes, en el caso del menor por dos agresiones, curiosamente contra guardias de seguridad. Sus amigos -Esteban, de 19 años, Marco Antonio, de 20, y el segundo menor del grupo, de 13- han quedado en libertad.
A ninguno de los vecinos de los barrios de Los Pajaritos, Amate o La Candelaria que reconocieron por televisión a los cinco agresores, les extraña lo que ha pasado. Todos, los tres mayores de edad y los dos adolescentes, forman parte de un grupo más amplio de jóvenes que tiene atemorizado a esas barriadas, humildes, de gente obrera, y sólo relacionadas con la marginalidad en los últimos años. Todos han salido del colegio antes de tiempo. Patear las calles es parte de su jornada escolar.
Los residentes en la zona afirman que esas bandas juveniles se mueven en pequeñas motocicletas; se reúnen al anochecer en la plaza Doctor Andreu Urra, punto central del barrio; se dedican a pequeños robos y al menudeo del tráfico de drogas; consumen desde cannabis a cocaína, pasando por el éxtasis; tienen atemorizados a los jóvenes de su edad, frecuentes víctimas de sus fechorías. Estas bandas fueron también las protagonistas de los incidentes que se desataron allí en agosto cuando uno de sus miembros, Marcos Ríos, de 18 años, murió por un disparo de la Guardia Civil tras atracar un estanco.
En aquellos días, estas pandillas tomaron el barrio durante 72 horas y forzaron a la policía a montar un inusitado dispositivo para acabar con los actos vandálicos que se sucedieron durante tres noches en protesta por la muerte de su amigo.
Según los vecinos, que no quieren ofrecer su testimonio con nombre y apellidos, son hijos de familias desestructuradas y numerosas, cuyos padres sufren situaciones de paro crónico y habitualmente se refugian en el alcohol. 'Son las madres las que sacan adelante a las familias, trabajando fuera de casa de sol a sol, y no hay nadie que se preocupe por ellos', cuentan.
'La autoridad se considera un principio políticamente poco correcto, pero un niño necesita una autoridad', advierte una fuente judicial que ha trabajado en este caso, para quien el sustancial aumento de la delincuencia juvenil en las grandes ciudades se debe a la 'quiebra del sistema educativo'. 'El problema empieza en casa, aunque también hay cada vez más padres que acuden a las instituciones públicas a pedir que les ayuden a educar a sus hijos', afirma. Al día siguiente del ingreso en prisión de Diego, su madre y su hermana irrumpieron a gritos en los juzgados para exigir su libertad. Para esta fuente, el fútbol ha sido, en este caso, solamente una excusa. 'No creo que sea el fútbol el que provoque violencia. Son grupos de personas no debidamente encauzadas que buscan un pretexto'.
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