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Columna
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El silencio

Hay un ciudadano americano que ama y detesta a su país. Ama al país que hizo nacer a personas como Martin Luther King, que fue capaz de agitar la mentalidad colectiva desde la esclavitud a la marcha de los derechos civiles. Ama al país que tuvo el sueño de la igualdad. El sueño de un negro que proclamó en un discurso entonado como una plegaria que éste debía ser un país de hombres libres. No hace tanto tiempo. No hace tanto tiempo que la reacción puritana tuvo que admitir que en un autobús podían sentarse con el mismo derecho una anciana negra y un joven blanco. Este ciudadano piensa que, gracias al progresismo de sus padres, sin ir más lejos -que, aun siendo blancos, participaron en la marcha hacia Washington-, la historia dio un vuelco. Sus padres también se manifestaron en contra de la guerra del Vietnam y pasaron por la universidad en una época en la que los estudiantes no ignoraban el mundo exterior.

Este ciudadano americano detesta a su país, lo detesta por las mismas razones por las que lo ama, pero en sentido inverso: detesta al país que mató a Luther King, al país que en nombre de la libertad financió a dictadores como Pinochet, el país que, aun proclamando la igualdad, mantiene tantas separaciones tácitas, cárceles llenas de negros pobres y barrios de negros pobres que son como cárceles. Este ciudadano americano vive en Nueva York, se siente orgulloso de vivir en una ciudad diferente al resto. Aunque, después del 11 de septiembre, quién sabe. Piensa que hay una nueva dictadura del pensamiento. No se considera antipatriota, pero se siente aislado en su propio país. Su vecino ha colgado una bandera en la puerta. El hecho de que él no haya colgado bandera hace que las dos puertas sean bien distintas. El vecino cree que un presidente demuestra su fuerza peleando, y a nuestro ciudadano, en cambio, le silban los oídos: siente que Bush está malgastando la simpatía que recibió el país hace un año y transformándola en antipatía. Pero la diferencia esencial es que su vecino saca pecho al mostrar la bandera, y él tiene miedo de pensar como piensa y de que su vecino se lo note.

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