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LA COLUMNA
Columna
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La democracia lastrada

LA ESPAÑA de los párvulos frente a la España red. Así explicó Pasqual Maragall en el Parlamento catalán la diferencia entre la idea de España de José María Aznar y la suya. La España de los párvulos, un dibujo para niños: un centro -Madrid- conectado directamente con cada una de las capitales de provincia, obstaculizando la conexión entre éstas. La España red: una trama abierta de nacionalidades, regiones y ciudades. Pasqual Maragall utilizó esta imagen para invitar a Pujol a debatir sobre su idea de España. Para el líder socialista, Cataluña ha de trabajar activamente para cambiar España si quiere ser ella misma. Pujol no quiso entrar en el debate, parecía querer enfriar cualquier polémica. Ni quiso hablar de España con Maragall, ni quiso hablar de Cataluña con Carod, que le había emplazado en un discurso implacable. Pujol se limitó a decir que Cataluña quería ser un país reconocido dentro de España, con autogobierno suficiente y administración única. Se perdió la oportunidad de una confrontación que quizá hubiera ayudado a entender -sobre todo fuera de Cataluña- la diferencia entre una idea de Cataluña, la de Pasqual Maragall, inseparable de cierta vocación redencionista de España heredada de su abuelo el poeta. Y una idea de Cataluña plena -la de Jordi Pujol- en la que el sueño de la patria ideal y libre se mezcla con el pragmatismo del peix al cove, es decir, negociar con Madrid y arrancar lo que se pueda.

Cualquier movimiento sísmico en Euskadi repercute en todo el país. Y el plan de Ibarretxe lo ha sido. Un paso nacionalista hacia el secesionismo crea inmediatamente un espiral de emulación en Cataluña. Donde los partidos independentistas y nacionalistas tienen la legitimidad para presentar cualquier programa de máximos que no tiene Ibarretxe, porque en Cataluña se dan las condiciones democráticas básicas que no se dan en Euskadi. Y, sin embargo, Pujol no perdió la oportunidad de reiterar que el 'modelo catalán' (paz, estabilidad y cohesión social, según sus palabras) era el bueno. Aun reiterando su simpatía por el PNV y su coincidencia en algunas de sus propuestas.

Pujol ha acusado reiteradamente a Aznar de atentar contra la lealtad institucional y de haber conducido a un clima de clara involución autonómica. El enorme desencuentro entre el Gobierno de Aznar y el PNV provoca reiteradas evocaciones, no exentas de melancolía, del espíritu de consenso de la transición. El consenso requiere una serie de parámetros de cultura política común que no estoy seguro que se den actualmente. Entre los herederos reformistas del franquismo y los líderes emergentes de los partidos forjados en la resistencia democrática había un punto de encuentro: la convicción de que era necesario superar el enfrentamiento histórico -que tenía en la guerra civil su momento decisivo, pero también el superego que condicionaba todas las conductas- y construir un sistema en el que hubiera sitio para casi todos. De esta voluntad nació el espíritu de consenso, que cuajó en la medida en que la transición tomaba cuerpo.

Pero, acabada la transición, el consenso no puede ser un modo eterno de hacer política, porque el conflicto de intereses existe y es real. Y la democracia viva se construye sobre él. El consenso si se quiere llevar más lejos puede acabar debilitando a la propia democracia. En España, el consenso para la construcción del nuevo régimen se ha solapado con la hegemonía construida en Occidente en los años ochenta y noventa que ha dejado el espacio político sin apenas alternativa. El resultado ha sido que aumenta el número de gente que no se siente representada y crecen los márgenes. Por otra parte, el consenso cuando se hace modo de vida desincentiva la innovación política, es fuente de corrupción y de connivencia entre las élites políticas y dificulta enormemente su renovación. Hay que perder el miedo a la confrontación democrática, porque es un miedo que tiene que ver con la falta de tradición democrática de este país.

Sin embargo, este razonamiento se estrella ante la evidencia de que una parte de este país está todavía en predemocracia. Mientras el País Vasco no salga de esta situación, la vida democrática estará mutilada. El debate libre y abierto, entre derechas, izquierdas, nacionalistas, independentistas y todo lo que se quiera, quedará condicionado por la exigencia de unir esfuerzos para acabar con el terrorismo. Esta limitación lastra la construcción de la democracia en España. Y tiene el peligro de que algunos quieran alargar la excepcionalidad por vértigo a una situación en la que no hubiese argumento posible para negar la libre confrontación democrática.

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