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Columna
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Puerto y ciudad

Mientras el puerto y la ciudad estuvieron separados por una verja, Alicante disfrutó de unas magníficas vistas portuarias. Cualquier recorrido por el centro de la población, tenía como telón de fondo la presencia del mar. Para el alicantino, el mar era una sensación perpetua, y bastaba caminar unos metros, cualquier mañana, para recrearse en el espectáculo deslumbrante de la dársena bañada por el sol. Todo eso acabó el día en que las autoridades decidieron abrir el puerto a la ciudad y derribaron la verja que los separaba. Esa decisión, ponderada como una gran conquista ciudadana, privó a los alicantinos del mar y permitió al puerto hacer un gran negocio.

Desde entonces, aquella lámina de agua, junto al paseo de la Explanada, que sorprendía a los forasteros y de la que los naturales presumían con legítimo orgullo, ha desaparecido por completo. En su lugar, todo cuanto el paseante puede admirar hoy son cascos y mástiles de embarcaciones separados, de tanto en tanto, por el cemento de un pantalán. Junto con la lámina de agua, se ha desvanecido también la apacible fachada marítima que años atrás poseyó la ciudad. La fachada marítima de Alicante es ahora un escenario multicolor, ruidoso y algo pueblerino, donde los turistas y los jubilados pasean con la felicidad de quienes carecen de obligaciones.

Esta imagen -molesta para algunas personas, que han expresado públicamente su inquietud- se aviene muy bien, sin embargo, con el tono que ha ido adquiriendo la población. Una dársena del puerto despejada, con los alrededores convertidos en un hermoso paseo, desdeciría del resto de la ciudad. El desequilibrio tendría efectos muy negativos sobre la imagen que Alicante se ha labrado en los últimos años, que es la de un urbanismo singular. Pocas ciudades de España podrán presumir, por ejemplo, de un mobiliario como el que adorna nuestras calles y plazas. En este sentido, una dársena del puerto repleta de barcos, bares y atracciones de feria, responde a la perfección con la estética que buscan nuestras autoridades.

He leído recientemente, en la prensa local, la carta de una lectora lamentando esta situación, que ella consideraba imposible se produjera en lugares como Niza, San Sebastián o Cannes. La comparación no me parece del todo afortunada. Sin negar la belleza de esas ciudades, admitamos que son de un carácter muy distinto a Alicante. Tampoco el turista que pasea por la Concha, la Croisette o el paseo de los Ingleses es el mismo que frecuenta la Explanada. Nuestro visitante suele ser un cliente fijo que conoce muy bien lo que la ciudad ofrece y se muestra encantado con el producto que se le ofrece. Viene a Alicante en busca del sol, y sabe que el sol lleva aparejados los colores vivos, la construcción barata, el plástico, el ruido, la música estridente de las atracciones de feria. Estoy convencido de que si se le ofreciera un plato más refinado, lo rechazaría.

Así pues, las autoridades del puerto de Alicante no son, como piensa esta lectora, unos ignorantes primitivos. Al contrario, se trata de personas inteligentes que saben muy bien lo que hacen cuando permiten instalar todas esas atracciones en la fachada marítima de la población. Con ellas, no sólo obtienen unos considerables beneficios económicos, sino que fomentan el turismo en la ciudad. Más que criticarles, debemos darles las gracias.

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