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VUELTA 2002 | 21ª y última etapa

Un corredor tremendo

Aitor González, el ganador de la Vuelta, llena un hueco en el panorama del ciclismo español

Carlos Arribas

España siempre ha producido escaladores, el producto más fácil, el de la primera economía, la de la pobreza y el hambre. Los ha producido como ha criado maratonianos y fondistas, hombres enjutos y secos, nacidos para sufrir en la tierra. España, el deporte español, entró en la modernidad cuando fue capaz de dar al mundo a un tipo como Miguel Indurain, grande, bien alimentado, especialista contrarreloj, programado, poco dado a la fantasía del desposeído. De Indurain, de su estilo, del gran rodador que no se avergüenza en el llano, que no sufre en los abanicos, que no se deja llevar por el viento, el ciclismo español disfrutó luego de Olano y Casero, por ejemplo. Otro signo de evolución fue la aparición de Freire. Un clasicómano, un sprinter. El abanico se completaba. Pero quedaba un hueco, el del ciclista compacto, el estilo Fignon o el estilo Hinault, el corredor que va deprisa por todos los terrenos, que tiene chispa para atacar a la corta y aliento para pensar a la larga. Faltaba un matador como Aitor González, que va rápido, muy rápido, contrarreloj, que también es rápido, muy rápido, en las llegadas con repecho, y no le pesa el culo subiendo, no se sufre viéndole en la montaña. Cuando asombró a media docena de holandeses en el Tour de 2001, le bautizaron Speedy González, admirativamente. Después de su exhibición en la Vuelta quizás el apodo que mejor le vaya sea el de TerminAitor, porque así, sin dejar ningún resquicio a la duda, se presenta ante la afición, a lo grande, arrasando a la concurrencia.

Ha llegado al ciclismo español procedente de ninguna parte. 'He salido del desierto', proclama
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'¡Ah! ¿Pero no era yo el líder?'

Aitor González ha llegado al ciclismo español procedente de ninguna parte. 'He salido del desierto', proclama. No ha tenido detrás una cohorte de cuidadores, médicos, descubridores y profetas. Llega sin fanfarrias. Y aún es un producto impuro. Aitor González debe de ser el único corredor del mundo que no sabe lo que es el hypoxicator, el aparato de moda, una bombona de nitrógeno con una mascarilla que le permite al deportista simular la presión de oxígeno existente a la altura que se quiera, hasta los 6.000 metros. Y mientras este agosto pasado sus rivales alternaban las estancias en altura con el hypoxicator y entrenamientos de gran intensidad, él se relajaba en Navacerrada. 'Salía a entrenarse sólo uno de cada cuatro días', decía Paco Mancebo, que coincidió con él allí, y aún se hacía cruces de la primera exhibición de Aitor en esta Vuelta pasada, un ataque demoledor a cuatro kilómetros de la cima de La Pandera. 'Hay que relajarse, y asimilar los entrenamientos descansando', dice Aitor, y sonríe, su famosa risa floja, sus ojos cantarines. La nueva imagen del ciclismo.

Como Aitor parece no darle importancia a nada, como es amigo de unos cuantos ciclistas famosos por ser amantes de la buena vida, como él mismo afirma que es 'un poco tarambana' y que debe tomarse más en serio el oficio, los chismorreos sobre sus andanzas, las anécdotas, casi siempre negativas, sobre sus relaciones con sus compañeros, han sido el arma favorita de sus enemigos. Como cuando llega el pasado Tour y al día siguiente de su gran etapa de Pontarlier siente que las piernas le duelen más de la cuenta; está subiendo la Madeleine, es consciente de que poco más tiene que hacer en el Tour y decide retirarse alegando un dolor en la rodilla. Y por la noche, en la mesa de la cena, con sus compañeros aún digiriendo el menú alpino del día y pensando en el del día siguiente, les dice: 'Acabo de hablar con Perdi, que me tiene reservado un trocito de arena en la playa'. Son los mismos compañeros a los que por la mañana había avisado de que él era el nuevo líder y que le tendrían que subir el agua. 'Pero yo digo las cosas en broma y me lo toman todo en serio', repite Aitor. La venganza de sus compañeros, que ganaron la general por equipos, consistió en privarle del león que dio el Tour de premio. Pero Aitor, hombre de ideas fijas, no se quedó sin su león. Trajinó y al final lo consiguió.

TerminAitor no seguirá en el Kelme, el equipo que le paga 61.000 euros brutos al año, su mejor sueldo desde que llegó al equipo alicantino, hace casi cinco años. Es el equipo de su tierra, una tierra a la que llegó por casualidad. Vivió hasta los 10 años en Guipúzcoa (nació en Zumarraga hace 27 años) y se fue a San Vicente del Raspeig cuando emigraron sus padres para montar una granja de conejos. Empezó a salir en bicicleta por insistencia de su padre, que es campeón de España de veteranos, y fue de los mejores amateur de su generación. Su progresión en profesionales fue lenta, desapareció del mapa, uno más, hasta la temporada pasada. Fue un corredor tremendo el que ganó la Vuelta a Murcia y luego hizo soñar a algunos directores que le vieron subir, valiente, decidido, sin miedo, El Portals d'Encamp. 'Ya por entonces empecé a recibir llamadas interesándose por mí', dice, 'pero los equipos españoles respetan siempre los contratos y a mí me quedaba aún un año con Kelme'.

Pero este año ya es libre para negociar. Y negocia. Y piensa también a lo grande, en un escenario en el que su estilo pueda ser admirado por todo el mundo. Le preguntan si no le importaría aprender alemán (por el interés del Telekom en él, una vez marchado Ullrich), y él dice que está abierto a cualquier idioma. 'Pero yo iré a donde sea con una condición, la de ser líder en exclusiva para las grandes pruebas, no quiero más polémicas', dice. 'Además, después de ganar una Vuelta tengo curiosidad por el Tour, y me gustaría probar. Pero antes tendré que cambiar, ser menos tarambana, ser más serio, pero sin obsesionarme, que tampoco hay que ser Armstrong. Pero, sí, unas cuantas cosas puedo hacerlas mejor'.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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