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Reportaje:ARQUITECTURA

'Un Ballo in Maschera'

Más que tratar cuestiones de limitado alcance profesional, la Bienal de Venecia debe demostrar al gran público que la arquitectura aún tiene algo de interés. El crítico inglés Deyan Sudjic, actual director de la revista Domus y responsable este año de la bienal, ha elegido el aparentemente poco ideológico título Next (lo próximo) como estrategia unificadora de la muestra, reiterando de forma inconsciente el quid tum (¿y ahora qué?) albertiano. En la Cordelería del Arsenal, John Pawson ha instalado con sobriedad cisterciense la muestra oficial, mientras que las 40 exposiciones nacionales, comisariadas por cada país de manera independiente, ocupan los pabellones de los vecinos Giardini.

Sólo unos cuantos estudios son capaces de aportar soluciones adecuadas para cualquier parte del mundo

La muestra internacional de la Cordelería, a cargo de Sudjic, sigue el mismo criterio que las revistas de arquitectura de éxito: proyectos excepcionales de arquitectos famosos. El único requisito de admisión ha sido que se trate de edificios que se harán realidad 'próximamente'. El centro de atención del montaje son las maquetas y algunas piezas a tamaño natural de elementos que formarán parte de los edificios, lo que resulta mucho más atractivo que mirar los dibujos. Uno puede examinar de cerca los paneles de vidrio curvo de la cubierta de la Fundación Pinault, proyectada por Tadao Ando en París; familiarizarse con los bultos romboides de la fachada del edificio que Herzog y De Meuron realizan en Tokio para Prada; o valorar el efecto del revestimiento acrílico del Museo de Arte de Graz, de Peter Cook y Colin Fournier. También hay ocasión de introducirse en espacios futuros, como el fragmento de la impresionante topografía que Eisenman construye para la Ciudad de la Cultura de Galicia en Santiago de Compostela; o el palomar improvisado desde el que se puede observar el nuevo museo diocesano de Peter Zumthor en Colonia. La presencia de medios informáticos, que dominó la pasada edición de la bienal, a cargo de Massimiliano Fuksas, se ha reducido al mínimo.

Rica en detalles y materiali-

dad, la exposición transmite una sensación convincente sobre la indispensable intervención de los arquitectos en la creación de los lugares significativos del futuro. Aunque entre los noventa equipos presentados los hay de muy diversas nacionalidades, la selección de los proyectos ha sido de carácter descaradamente anglocéntrico y globalizador. A la vista de semejante grupo elitista de invitados a esta fiesta de disfraces, se deduce que sólo unos cuantos estudios son capaces de aportar soluciones adecuadas para cualquier parte del mundo. El Centro Cultural JVC, en Guadalajara, México, representa los peores resultados de esta práctica: Zaha Hadid, Toyo Ito, Philip Johnson y una larga lista de nombres internacionales participan en una suerte de carnaval de estilos importados. En la muestra hay pocas excepciones destacables de esa tendencia; un ejemplo son las 'casas-modelo' diseñadas por una docena de arquitectos, en su mayoría desconocidos y establecidos en Asia, para la Comuna de la Gran Muralla, en las inmediaciones de la fortificación china. La iniciativa ofrece prototipos de casas que conservan cierta continuidad cultural abstracta, aplicada a un mercado hasta ahora dominado por los modelos occidentales. Debido a la organización de la exposición en tipologías edificatorias, temas como la vivienda digna, el medio ambiente y, sobre todo, la ordenación urbana han quedado excluidos.

Toyo Ito recibió el León de Oro al conjunto de su carrera; Álvaro Siza, el concedido al mejor proyecto por la Fundación Ibere Camargo en Porto Alegre, y el León de Oro al mejor pabellón fue para Holanda. Si bien la producción de Ito se corresponde con el nivel de calidad técnica y autonomía formal al que aspiran la mayoría de los proyectos presentados, Siza representa la contracorriente, con una obra que es el lento resultado de muchos bocetos previos; aunque admiro su obra, creo que el proyecto seleccionado -una versión impenetrable del High Museum de Meier, con un atrio cavernoso abrazado por unas forzadas galerías opacas- no es de lo mejor que ha hecho. El pabellón holandés, con diseño de Rietveld, ha sido rehabilitado para la ocasión por Herman Hertzberger; los cinco proyectos que en él se presentan, ganadores de la primera edición de los premios del Instituto Holandés de Arquitectura, se disponen en un largo tubo de plexiglás con aspecto de mostrador de delicatessen.

A los edificios en altura se les ha adjudicado el lugar de honor. Las formidables maquetas de ocho rascacielos prototípicos encargados por la firma Alessi rematan el eje de la Cordelería con elegancia monumental. Por mucho que Sudjic insista en que los rascacielos no son símbolos de imperialismo, ni objetivos terroristas, existen innumerables motivos que arrojan sombras sobre la validez de una tipología que no es más que el reflejo de la ambición en el paisaje urbano; y sobre cuyos orígenes psicológicos dejan pocas dudas los perfiles fálicos de la torre de Foster para Swiss Re en Londres, o la Agbar de Nouvel en Barcelona. Al final de la exposición, el recuerdo de la destrucción del World Trade Center -una respetuosa descripción de las secuelas y una reflexión sobre el futuro- no exculpa a los rascacielos de los daños físicos y mentales que han ocasionado, ni debería entenderse que todo volverá a la normalidad tras el atentado.

Entre los pabellones de los Giardini, uno de los más memorables es el de Estados Unidos, con un fragmento de una viga del World Trade Center a la entrada, una exposición de fotografías de antes y después tomadas por Joel Meyerowitz, y la muestra organizada por la Galería Max Protetch con las propuestas para la Zona Cero. Algunos pabellones nacionales están concebidos como vehículo promocional, mientras que unos pocos aportan ideas sobre cómo la arquitectura puede influir en las personas. En el de Finlandia se ofrecen respuestas sensibles a la precaria situación de África Occidental. En el de Japón, supervisado por Isozaki, se presentan cuatro proyectos en cuatro ciudades asiáticas (Pekín, Hanoi, Seúl y Kioto), unidos culturalmente mediante idénticos ideogramas kanji. En el pabellón de Israel, Zvi Efrat ha pintado de camuflaje la fachada de lamas a través de la cual pueden verse fotografías de las condiciones de vida en los territorios fronterizos de Cisjordania. Centrado en los barrios de favelas, el pabellón brasileño parece estar más en la línea del 'menos estética, más ética' de la anterior bienal. El Jardín de las Delicias, de El Bosco, estampa el suelo del pabellón español, en cuyo interior 16 vídeos de diversos autores pretenden crear un paisaje interior inspirado en el delirio del lienzo. El pabellón británico presenta la extraordinaria terminal marítima con forma de pez raya diseñada por el estudio de Alejandro Zaera para Yokohama. El pabellón suizo es el más extremo: Décosterd & Rahm son los autores del 'hormonorium', que transporta al visitante a una cima cubierta de nieve. Calzado con protectores de plástico, éste entra en un recinto pintado de blanco nuclear; a sus pies resplandecen cien tubos de neón bajo un suelo de plexiglás; en el techo, una tela vaporosa aumenta la luminosidad y la indefinición del espacio. Los niveles de oxígeno y la temperatura se reducen artificialmente. La capacidad de la arquitectura para producir una experiencia totalmente absorbente, como en una catedral o en un hamam, es el reto de esta propuesta, un nuevo tipo de espacio 'público'.

Los italianos, aquejados des-

de hace treinta años de un malestar arquitectónico crónico, presentan las peores expectativas en su pabellón, dominado por proyectos, en su mayoría irrealizables, a cargo de estudios de implantación global. También incluyen grandes operaciones urbanas en seis ciudades, como el distrito Novoli en Florencia y las estaciones de metro de Nápoles, demostraciones ambas de cómo las mejores intenciones pueden quedar deslucidas por la pobreza de los detalles. Sin embargo, también son italianos quienes, fuera del pabellón, han presentado síntomas de un renacer optimista en la pequeña colonia residencial denominada 'vivir a solas'; 19 cabañas construidas a base de tableros de conglomerado por arquitectos jóvenes y casi desconocidos para clientes que viven solos, desde vagabundos hasta monjas, pasando por escritores de novelas de suspense. Son estos edificios pequeños y reales, proyectados para personas de verdad, con problemas de verdad, los que parecen reconducir el papel de la arquitectura hacia la responsabilidad de la dimensión urbana.

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