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Columna
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Mas y la ley de decadencia política

Josep Ramoneda

Los partidos políticos, como todo grupo social, sufren el desgaste de la acción continuada. Entre las funciones de los partidos está asegurar la renovación necesaria de ideas, de estrategias y de personas en las élites políticas para garantizar la eficacia y agilidad necesaria en la acción pública. El poder no sólo corrompe, sino que erosiona y fatiga. Cuando un partido lleva mucho tiempo gobernando estos síntomas se hacen más evidentes. Es la hora de la renovación.

Hay una ley no escrita de la política que dice que un partido difícilmente se renueva si no pasa por un proceso de crisis y de catarsis, que incluye la pérdida del poder. Las renovaciones efectuadas desde el poder son muy difíciles. Y las que no suponen una importante sacudida interna acaban pasando factura pronto por insuficientes. En 1993, el PSOE gana por los pelos -por el oficio de Felipe González-, cuando su deterioro era evidente y su necesidad de renovación inaplazable. Conservar el poder no le supuso en la práctica una posición ventajosa para afrontar el cambio. La renovación proclamada en campaña quedó en nada. La llamada derrota dulce de 1996 tampoco fue suficiente. Fue necesario tocar fondo, después de los episodios de Borrell y Almunia, que culminaron con la mayoría absoluta del PP, para que realmente el partido afrontara el cambio necesario.

Convergència i Unió se encuentra en la hora de la renovación y con la oportunidad de hacerlo desde el poder. Y no parece que sepa utilizar la experiencia acumulada en otros casos, quizá porque hay cosas que son imposibles, por ejemplo, renovar un partido o un gobierno sin traumas. Renovación interna y renovación institucional coinciden en la agenda de Artur Mas. Como en el último mandato del PSOE, la necesidad de un cambio está en la opinión pública. Quizá con menos presión que en el caso de España, porque la tensión es directamente proporcional al poder real de lo que se renueva y el poder en juego cuando se trata del Gobierno español es mucho mayor que el de Cataluña. También como en el caso del PSOE, su adversario no supo ganar unas elecciones que parecían imposibles de perder y tiene que acudir a una nueva -y definitiva- oportunidad. También, como entonces Aznar, el liderazgo de Maragall en el PSC es indiscutido; por tanto, puede contar con un partido aparentemente unido y decidido detrás. Hay, sin embargo, una diferencia, Pujol legó la responsabilidad a Mas, cosa que no hizo González. ¿Puede Artur Mas, en estas circunstancias, evitar lo que no pudo evitar Felipe González: la derrota?

Mas se encuentra en el difícil papel de tener que representar el cambio formando parte de lo que se quiere cambiar. Al presentarse él mismo como el cambio -el verdadero, dice a menudo señalando la edad de Maragall-, está aceptando la idea de que el cambio es necesario. Por tanto, es una premisa que no sólo la oposición plantea, sino que el propio Mas admite. ¿Cómo hacer el cambio desde el mismo gobierno que representa la continuidad agotada? Artur Mas se había planteado una opción táctica que parecía razonable: cambiar el gobierno y sustituirlo por otro marcado por el relevo generacional y la irrupción de nuevas caras en la política catalana. Podría decirse que buscaba el efecto que logró Zapatero al final del congreso del PSOE, al hacer bajar del escenario a una ejecutiva llena de caras gastadas en mil batallas y reemplazarla por otra con muchos rostros desconocidos. Es decir, dar la sensación de una renovación irreversible. Sin duda, es difícil evaluar el resultado que podía tener para Artur Mas una operación de este tipo. Pero tenía cierto sentido, dados los términos en que van a jugarse las elecciones autonómicas del año próximo. Para ello, naturalmente, necesitaba tener manos libres en la elección de sus colaboradores, lo cual requería una cierta generosidad por parte de las familias, los barones y los poderes clientelares de la coalición. No la ha tenido. El propio presidente Pujol se ha negado en redondo al cambio. Al contrario, el discurso que llega a los comentaristas políticos desde gentes significadas de las cúpulas tanto de Convergència como de Unió es que sólo el retorno al primer plano de los de siempre puede salvar a Artur Mas, al que, sin duda, contribuyen a devaluar con sus continuos comentarios e insinuaciones -siempre off the record, por supuesto- a los periodistas.

Esto parece confirmar que tampoco Convergència i Unió escapará a la ley de la decadencia de los partidos gobernantes, que obliga a pasar a la oposición y a sufrir una profunda crisis interna hasta realizar la catarsis que permite volver a emprender el vuelo. De momento, los síntomas son los de siempre: personas que se consideran insustituibles, labor substerránea de descrédito del candidato, contradicciones públicas y primeros síntomas de desbandada. Es cierto que Artur Mas no ha conseguido hilvanar un discurso claro que permita entender que representa el pospujolismo desde la perspectiva convergente, y con ello da alas a sus adversarios internos. La última moda es acusarle de excesiva connivencia con el PP. Es verdad que, como las encuestas confirman, nada desgasta tanto a Convergència como aparecer como socio de los populares. Pero, primero, lo son. Y segundo, Mas no hace nada que no haya hecho Pujol: radicalismo nacionalista verbal unos días, política de alianza con el PP otros. Pujol podía permitírselo. Mas, ¿no?

Lo cierto es que hace unos pocos meses, los análisis detallados de las encuestas electorales más fiables daban a entender que Mas tenía posibilidades reales. En pocos meses sus expectativas se han difuminado considerablemente, y en buena parte ha sido por la sensación de desarmonía y desconfianza hacia él que la propia coalición nacionalista ha propiciado. Decididamente, hay leyes de la política que parecen inexorables. Y, frente a ellas, la experiencia no sirve.

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