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Columna
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Hoy, en Sevilla

Con su perfil de pájaro carpintero cortando el aire, Alfonso volará desde el túnel de vestuarios hasta los comederos del área. Todo indica que ya ha recuperado su doble tobillo automático, un raro mecanismo capaz de ejecutar los frenazos, giros y enganches más asombrosos.

A su izquierda, Denilson, el funambulista que pedalea en el vacío, está engrasando sus piñones con la esperanza de interpretar los arcanos del sprint o, mejor aún, de ajustar un cambio de ritmo seco y fulminante.

Al otro lado, Joaquín estira el cuello en busca de una salida hacia el banderín. Tiene un zigzag cortante como una navaja de barbero, una extraña hondura flamenca y el estilo arabesco de los grandes toreros andaluces. Ohú.

En la retaguardia, Assunçao hace indistintamente de aguador y de cartero, y en la sombra, bajo la marquesina del banquillo, Víctor Fernández borra de su memoria a Mostovoi, Karpin y Makelele y trata de recordar su clave de gol, aquel encanto espacial que durante tantos años inspiró al Celta, el bien llamado equipo celeste.

Sometido a tantas amenazas, el Madrid está obligado a bajar de la nube. Los sucesos de la pretemporada, la interminable contratación de Ronaldo, la depresión de Morientes y el ceño de Raúl exigen una inmediata composición de lugar. Hay que alinearse, pasar lista, recordar los gritos de ordenanza y decidir si quienes se han quedado son leales, rebeldes o mediopensionistas.

Uno de ellos, Zidane, el fraile que baila sobre una pelota, es el hombre feliz. No quiere galones: sencillamente, no los necesita. Al fin y al cabo, inspira en los demás el profundo respeto de esos seres pacíficos que sólo se enfadan una vez. Para estar satisfecho necesita pocas cosas y las necesita muy poco; apenas una pelota de cuero y una botella de agua mineral. 'Le tiras una piedra y te devuelve una pluma', dice Roberto Carlos. Un día le veremos levitar.

Mientras algunos de sus colegas convierten el juego en arte, Raúl está enfrascado en la operación de aprender el oficio. Puesto que la magia es inaprensible, él profundiza en los recursos prácticos: los secretos de la llegada, las claves del desborde y, por supuesto, todas las maneras posibles de aparecer.

Mientras Cambiasso logra la síntesis de Guardiola y Redondo, a la derecha brilla la mirada impaciente de Figo: su obsesión es buscar el cuerpo a cuerpo con la esperanza de que al adversario le cruja una vértebra o, quién sabe, le reviente el escudo de la camiseta. Bajo su máscara rural y su piel curtida se esconde un lobo solitario o quizá uno de esos tercos duelistas incapaces de respetar la primera sangre.

Sevilla nos debe una noche grande. La disfrutaremos, caiga quien caiga.

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