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Cambio de armario

Con el final del verano perdemos el moreno, la siesta y el gazpacho, pero recuperamos algo esencial, la ropa de invierno. En mayo, el estío se anuncia prometiendo descanso y aventura, sol y sexo, pero esconde una sutil y despiadada imposición, el atuendo veraniego. El ocio, la evasión a nuevos lugares, la ausencia de compromisos laborales nos transforma, nos desinhibe de autocensura y pudor. Abandonamos los zapatos como tristes ataúdes para calzarnos las góndolas de las sandalias que nos transporten ligeros e inconscientes por la vida. Bajo la coartada del tiempo libre y el calor nos entregamos a un vestuario que nos aleja de nosotros mismos, de la imagen que prestamos al exterior y a nuestra propia persona. Vestidos de verano creemos convertirnos en Sonny Crockett sin percatarnos de nuestro parecido con Mister Bean se va a la playa.

Los hombres sufren más que las mujeres esta pérdida de dignidad. Sólo algunos modelos de la Pasarela Cibeles y ciertos turistas nórdicos grunges soportan con entereza unos pantalones-pirata y unas sandalias. Ser alto y salir en el Hola (exceptuando al hijo de la Pantoja) siempre ayuda a paliar los estragos de la oferta de los escaparates en agosto.

Las chicas llevan mejor lo de andar escasas de ropa. La mayoría de ellas agradece la atención de los hombres, pues el cuerpo femenino tiene que estar muy necesitado de Holyday Gim y pasado de Banana Splits para que un chico lo añore más tapado. Otras gozan de los cuidados suplementarios que les ofrece el verano: bronceado, uñas pintadas, purpurina en el escote, piercing del ombligo...

Los madrileños somos una de las tribus que más sufre el atuendo estival. Los españoles de localidades costeras han aprendido a vestirse de verano todo el año sin parecer que van de verano y otras gentes del interior disimulan el ridículo de sus ropas livianas no transformándose tan bruscamente en seres playeros, como lo hacemos los madrileños en cuanto vemos un anuncio de Frigo y olemos un bronceador.

Para pasear por las localidades marítimas donde invertimos nuestro merecido descanso nos ponemos cualquier cosa. De la misma manera que relajamos nuestro intelecto y nuestro físico, aflojamos nuestra estética. El problema es que nunca pensamos que nuestra camiseta, regalo de la caja de ahorros, nuestro bañador desteñido y nuestras chancletas del 'todo a un euro' nos quedan tan ridículos como al señor de la cola del Mercadona del pueblo donde veraneamos. En sandalias, nos concebimos como un multimillonario saliendo a leer el periódico a la orilla de su piscina o como un cantante en una entrevista de la última página, nunca como un alquilado veraneante necesitado de abdominales, glamour y pedicura. Ante la llegada insalvable de la ropa de verano, existen tres clases de personas: los que la visten entregados con más o menos resignación al ridículo de su estampa estival; los que creen ser capaces de reconvertir su voluntad de estilo a través de los polos de Springfield y las gafas de sol de Zara, y aquellos que, en un admirable gesto de protesta y rebeldía estética, continúan llevando pantalones largos, botas y camisas de manga larga en julio. Los primeros son numerosos y lastimeros, un grupo de gente buena entregada a la crueldad de la remesa textil primavera-verano.

El segundo grupo es mucho más patético que el primero, una legión de Bisbales con el pelo engominado para atrás o para arriba, desabrochándose camisas blancas semitransparentes y calzándose sandalias de cuero falso. El tercer segmento es más escaso, enternecedor, pero aun así lamentable, personas que se cuecen los pies y los muslos sin comprender que sólo el viento huérfano de septiembre y las primeras lluvias frías le devolverán su respetabilidad.

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La indumentaria de invierno nos oculta, nos pertrecha, pero a la vez nos describe con detalle. La cantidad de prendas aumenta y con ello la variedad de estilos y las posibilidades de combinarla. El semidesnudo, la transparencia de los tiempos de calor, lejos de revelar nuestra identidad más real y cercana, nos delata sin compasión, ofreciendo nuestro perfil más impúdico y malquerido. Ahora que los días de frío se filtran como polizones en nuestro agónico verano, el vestuario de invierno va desterrando poco a poco al estival. A medida que los jerseys desplacen a las camisetas, las botas a los náuticos y los vaqueros a las bermudas, perderemos ligereza, frescor y holgura, pero nos ganamos a nosotros mismos.

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