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Columna
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El fantasma

El haber sido pobre alguna vez desarrolla inexorablemente la tendencia a creer que todo aquello que compramos es demasiado caro. Antes de adquirir unos pantalones o unos zapatos puedes probártelos, lo que no sucede cuando compras una entrada para un espectáculo. No sabes si te gusta hasta que la has usado y, en caso contrario, el proveedor nunca devuelve el dinero. En Nueva York hace unos cinco años pagué más de ochenta dólares por ver El fantasma de la ópera. Pagar 80 dólares, unas 15.000 pesetas de las de entonces, por una localidad sencillita se me hacía muy cuesta arriba y a duras penas logré vencer la resistencia presentada por la enquistada tacañería de mi alma de pobre. Al cuarto de hora de comenzar la función en el Majestic de Broadway, ya estaba convencido de que los 80 dólares habían sido una buena inversión. Es más, el espectáculo que estaba presenciando me confirmó en la creencia de que a Nueva York merecía la pena viajar aunque sólo fuera por ver sus musicales.

El miércoles pasado, a las ocho y media de la noche, el teatro Lope de Vega, de Madrid, levantaba el telón para estrenar la versión española de El fantasma de la ópera. La obra llegaba a la Gran Vía madrileña 17 años después de que Harold Prince estrenara en Londres el libreto del prolífico Andrew Lloyd Webber. Setenta millones de espectadores han aplaudido en 19 ciudades del mundo este impresionante montaje que cosecha éxitos atronadores de taquilla. En Madrid la apuesta era todo un compromiso artístico y económico, porque la inversión ronda los nueve millones de euros. Había que buscar buenas voces, buenos intérpretes, buenos bailarines y, lo que es más difícil, profesionales capaces de aunar estas tres bondades. Un gigantesco casting por el que desfilaron casi dos mil personas respondió a ese empeño con una exhaustiva selección.

Durante varios meses fueron escogidas minuciosamente las 230 personas que componen el elenco, la orquesta y el personal técnico. Todos con el más alto nivel de exigencia, si bien era evidente que resultaba especialmente importante el acertar con los tres principales protagonistas de la obra: Raúl, Christine y, por supuesto, 'el fantasma'. El pasado martes pedí al responsable de comunicaciones del teatro, Daniel Mejía, que me colara en el ensayo general previo al estreno. Accedió rogándome encarecidamente que juzgara lo que viera y oyera como un ensayo y no como una función. Podría haberse ahorrado la observación porque me encantó. Es verdad que con este musical en escena soy terreno fácil de conquistar. La música es bellísima, el montaje genial y los efectos especiales realmente espectaculares. Pero una materia prima de esta categoría, si no se manipula con el máximo nivel de profesionalidad, puede resultar una catástrofe y aquí han sabido estar a la altura. Lo mismo que en su día creí escuchar mejores voces en Nueva York que en Londres, puede que quienes hayan asistido al espectáculo en una de esas dos ciudades perciban ahora en Madrid ciertas rebajas en la potencia de voz de alguno de los protagonistas.

Es lógico, al casting de Madrid acudieron artistas de toda España, y a Broadway van de todo el mundo, por lo que allí cantan bien hasta la taquillera y el acomodador. A pesar de todo, estoy convencido de que ninguno de los 'fantasmas' que en el mundo han sido lograron meterse en el personaje como lo hace el español Luis Amando. Ese tipo, al que hasta el pasado miércoles no tuve el gusto de conocer, posee un impresionante chorro de voz que pone al servicio de la interpretación y del sentimiento. Amando le ha restado locura al fantasma para añadirle pasión hasta lograr que sus apariciones en escena provoquen auténticos subidones de emoción. Eduardo Galán, autor de la versión española, bien puede estar orgulloso de su labor, al igual que los músicos del foso, bastante limitados en el espacio. Sobresaliente también para quienes trabajaron en el vestuario. En el escenario hay ciertas apreturas, al igual que en las viejas butacas del Lope de Vega, a pesar de lo cual son más cómodas que las de los teatros de Londres y Nueva York. En la Gran Vía, y junto a My fair lady, hay ahora un fantasma que merece la pena conocer. Esta vez la entrada me salió gratis, pero por un espectáculo así se paga a gusto.

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