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Crítica:A pie de obra | TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'Follies': musical con fantasmas

Marcos Ordóñez

Uno. Hacía 15 años que Follies no se montaba en Londres. Y como Sondheim manda: con la partitura completa y un elenco de 30 actores y bailarines, y otros tantos músicos, todos ellos espléndidos. Tras el revival en Broadway el pasado año, con Blythe Danner, Gregory Harrison, Treat Williams y Judith Ivey, Follies se ha repuesto este verano en la capital británica: una maravillosa producción (lujo, talento, emoción) dirigida por Paul Kerryson, con una mágica escenografía de John Farnsworth que ha reconvertido el habitualmente gélido Royal Festival Hall en un espacio encantado. Follies no es sólo uno de los grandes musicales de Sondheim: es una rotunda y originalísima obra de arte. En 1971, cuando se estrenó en el Winter Garden de Nueva York, fue calificado de 'excesivo' y 'deprimente'. El público de mediana edad, que acudía al reclamo de la nostalgia, se encontró con un réquiem por el Musical Clásico y una reflexión sombría sobre el paso del tiempo, las ilusiones perdidas y la desintegración del amor. Molestos por esa tonalidad más agri que dulce, pocos supieron apreciar en su momento su elegiaca belleza, el brillante humor de los diálogos de James Goldman, y la avalancha de música: 20 canciones, a cual mejor.

Follies ahonda en la estela de Company, donde una fiesta de aniversario propulsaba una visita guiada a los abismos de la vida en pareja, enmarcada aquí en el mundo de las lujosas revistas musicales de preguerra (de Ziegfeld a Busby Berkeley) como metáfora del paraíso perdido, una América arcádica en la que todo parecía posible: llevarse a la mejor chica y zamparse la luna de un bocado. La fiesta de Follies es la que ofrece el viejo empresario Dimitri Weissman a sus estrellas favoritas (ahora maduras, casadas, olvidadas) la noche antes de que la piqueta convierta el Palacio del Ensueño en un parking. La foto de grupo se focaliza en dos matrimonios al borde del colapso existencial -Phillys y Ben Stone, Sally y Buddy Plummer- que, a lo largo de esa reunión de despedida y cierre, van a descubrir, gracias a la aparición literal de sus propios fantasmas (ellas y ellos cuando eran jóvenes) que tomaron los caminos equivocados y se casaron con quien no debían, como ilustra la canción central, The Road You Didn't Take. Pero será la lúcida superviviente Carlotta Campion quien rubrique con I'm Still Here, el himno vitalista que Sondheim escribió para Yvonne de Carlo, la negación de la nostalgia, instándonos a asumir el pasado, exorcizarlo y vivir el presente.

Dos. Follies se abre con una imagen estremecedora: los espectros de las jóvenes coristas del Weissman Theatre (piernas larguísimas, purpurina plateada, surreales tocados de plumas) desfilan en hilera por el escenario ruinoso y cantan para nadie sin que podamos escucharlas, sus bocas moviéndose en un vacío absoluto. No son los únicos fantasmas del pasado convocados a la cita: en la partitura de Follies parecen flotar los espectros de todos los musicales que le precedieron, como si Sondheim buscara evocar la memoria colectiva del género, más allá del homenaje o el mero pastiche, desde la conciencia de un imposible retorno a la Edad de Oro. Como Pierre Menard, Sondheim inventa a sus precursores y juega con ellos: se disfraza de Irving Berlin en Beautiful Girls, la tonada con que Roscoe, el maestro de ceremonias, recibe a las viejas damas, y viste el esmoquin de Jerome Kern en You're Gonna Love Tomorrow, y resucita a los adolescentes Adolph Green y Betty Comden (Rain on the Roof), y la opereta a lo Victor Herbert (One More Kiss); reinventa el espíritu zumbón del vaudeville en Buddy's Blues, construye un imposible maridaje entre Gershwin y Dorothy Fields (Losing my mind) y hace coexistir al joven Cole (Ah Paree) y al Porter maduro (The Story of Lucy and Jessie). Como en el texto, el pasado y el presente, el ensueño y la realidad, dialogan musicalmente en un incesante y avasallador juego de espejos, donde el turbulento romanticismo de Too Many Mornings e In Buddy's Eyes, dos de sus más hermosas y melancólicas baladas, hallan su desencantado contrapunto en Who's That Woman o la vitriólica Could I Leave You?

En el tercio final de la función, de una insólita audacia conceptual, Sondheim atrapa la pura esencia del género: desaparecen los diálogos y los cuatro protagonistas entran en el túnel del tiempo de sus respectivas follies para narrarnos, a través de cuatro canciones prototípicas, el reverso de sus sueños traicionados. Cada uno se calza su fantasma, por así decirlo, encajando oníricamente en el rol que le revela y del que deberá escapar para salvarse, y así vemos a Buddy (el extraordinario Henry Goodman) como un clown desesperado, una marioneta atrapada en sus propios hilos, entre una esposa a la que no ama y una amante a la que no quiere perder, y a Phillys (Louise Gold) como una vampiresa devoradora y vengativa, y a Sally (Kathryn Evans) prisionera de una quimera amorosa que le aboca a la locura, y a Ben (David Durham) bailando claqué al borde del abismo, tratando, sin éxito, de disfrazar su mediocridad con una chistera charolada y un bastón que no frenará su caída.

No hay un solo paso en falso en Follies ni en este espectáculo, al que no cuesta vaticinar un triunfal salto al West End.

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