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Razones a cientos

Pablo Salvador Coderch

Empezando por la de Estado, pero hay 811 más: ninguna cultura que haya fraguado en un Estado puede permitir que sus enemigos declarados le causen ese número exacto de víctimas mortales en poco más de 30 años, un promedio de dos por cada mes transcurrido desde enero de 1968, cuando se reavivó el conflicto vasco. Por mucho menos cualquier presidente de los Estados Unidos habría desplegado a la Guardia Nacional y por un problema insolublemente similar al vasco, los británicos enviaron a su ejército a Irlanda del Norte.

Pero en España algo así es todavía inefable. En 1970, el general Franco hizo declarar el estado de excepción en el País Vasco y sólo consiguió enconar los ánimos. La Constitución de 1978 guarda memoria del desastre: la declaración del estado de sitio requiere mayoría absoluta del Congreso y que se haya producido o amenace producirse una insurrección o un acto de fuerza que no pueda resolverse por otro medio (artículos 116.4 de la Constitución y 31 de la Ley Orgánica 4/1981). Tras un total de 800 muertos, el Congreso ha aprobado un Ersatz, la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos, con el objeto exclusivo de ilegalizar Batasuna, brazo político de ETA.

La jurisprudencia española debería trazar una línea clara entre hechos y expresiones

Entendida al pie de la letra, la Ley de Partidos no flota y salvo que sea interpretada estrictamente por los tribunales Supremo y Constitucional españoles, difícilmente pasaría el filtro del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Así, el artículo 9 permite ilegalizar un partido que 'da apoyo (...) tácito al terrorismo minimizando su significado', o que incluye 'en sus listas electorales a personas que no hayan rechazado públicamente los fines y medios terroristas', o que participa en 'actividades' para 'homenajear (...) a quienes cometen' acciones terroristas. Para muchos, guardar silencio -no condenando un atentado o absteniéndose en una votación sobre un acuerdo de condena- sería apoyo tácito; referirse a un atentado con la expresión 'un suceso consecuencia de un conflicto político' sería minimizar el terrorismo y acudir al entierro de etarras muertos sería homenajear a los terroristas.

En derecho las cosas no son tan sencillas: en primer lugar, no es cierto que quien calla otorga, pues la regla de principio es que quien guarda silencio, ni afirma ni niega; sólo en circunstancias cualificadas cabe imponer un deber de hablar, básicamente cuando los interesados lo hayan previsto así o haya que advertir de un desastre inminente. Corresponde a la ley explicitar cuándo existe tal deber y sólo en casos claros podrá ser construido por los propios tribunales. La idea de que abstenerse -o, incluso, votar en contra- en un pleno municipal pueda ser considerado como apoyo tácito a la vulneración de los principios democráticos es delirante: vote usted como quiera, pero hágalo a favor. Por último, perseguir los entierros da pie a que cualquier corresponsal extranjero de cierta edad nos recuerde el diálogo entre Antígona y Creonte.

Desde luego, no tenemos el monopolio de los fiascos: los alemanes cuentan, en su Ley Fundamental de 1949, con una cláusula general que permite a su Tribunal Constitucional disolver a los partidos que pretendan acabar con el orden constitucional o que lo dañen. Recientemente, las autoridades iniciaron el proceso de ilegalización del Partido Nacional Democrático, de extrema derecha, pero, en febrero pasado, un abochornado Tribunal Constitucional canceló la vista oral después de que el ministro federal de Interior, Otto Schily, hubiera reconocido ante el Parlamento que, entre los testigos presentados, había topos pagados por el Gobierno.

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En la cultura occidental, los instrumentos legales puestos a disposición de los gobiernos para defender al Estado varían según la tradición histórica e idiosincrasia de cada sociedad: en general, los países anglosajones son más liberales que los continentales europeos en la tolerancia de la disidencia de quienes se expresan y asocian en contra del sistema, pero no tienen empacho alguno en echar mano de los recursos más expeditivos si las cosas se tuercen: cuando en 1981, 10 presos del IRA, encabezados por Bobby Sands, iniciaron una huelga de hambre, Margaret Thatcher comentó implacable: 'Terrible, pero autoinflingido'. Los presos murieron y cesaron las huelgas, pero, mientras vivía, nadie privó a Sands de su acta de diputado.

En Estados Unidos, una sentencia de 1951 de su Tribunal Supremo federal convalidó una ley que permitía condenar a quienes abogaran por el derrocamiento del Gobierno por la fuerza: en cada caso los jueces habrán de preguntar si la gravedad del mal que la ley pretende evitar, descontada por su improbabilidad, justifica la invasión en la libertad de expresión como algo necesario para evitar el peligro (Dennis v. United Status. 341 U. S. 494). Años más tarde, una jurisprudencia progresivamente más liberal fue perfilando una distinción entre la defensa de doctrinas e ideologías -casi siempre admisible- y la incitación a una acción violenta e inmediata o al menos inminente -que no lo es-. Los atentados del 11 de septiembre han vuelto a poner a Dennis en el candelero, pues han puesto de manifiesto que el factor temporal sólo es uno más: si el daño con que se amenaza es suficientemente grave y muy probable, no hay por qué esperar al día antes de su producción para reaccionar contra él. La jurisprudencia española debería tener en cuenta las conductas que apuntan a la causación y perpetuación de la violencia, pero debería también trazar una línea clara entre hechos y expresiones, así como entre éstas y las simples actitudes.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.

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