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'Opening' y la causa de los negocios

En la naturaleza, todo hecho singular se integra en una secuencia de hechos; es decir, todo hecho deriva -o deviene- de un hecho anterior del que trae causa. En el ámbito del Derecho también se da esta concatenación causal: todo hecho jurídico trae causa de otro hecho jurídico anterior. No existe ningún hecho que se presente aséptico y aislado, sin vinculación alguna a un hecho antecedente. Así, por ejemplo, el hecho de pagar una cantidad que se debe puede traer causa de una compra cuyo precio no se hizo efectivo al contado o de un préstamo que se ha de devolver; pero, en cualquier caso, siempre se debe por algo. Este por algo es la causa.

Ante esta realidad, los sistemas jurídicos pueden actuar de un doble modo. En primer lugar, están los sistemas causales, para los cuales el hecho antecedente -la causa- es determinante de la eficacia o ineficacia jurídica del hecho subsiguiente. Así, por ejemplo, el hecho de que efectivamente existan y sean lícitos la compra o el préstamo a que antes nos referíamos es determinante a la hora de pronunciarse acerca de la exigibilidad de la deuda. En otras palabras, cuando -en un sistema causal- exiges que te paguen, has de alegar la causa por la que te deben, para que el juez pueda pronunciarse en su caso sobre ella, es decir, sobre si efectivamente se debe. El ordenamiento jurídico español responde a este modelo.

En el sistema causal el incumplimiento por una de las partes afecta a todo el negocio

Por el contrario, en los sistemas abstractos, no tiene que ser alegada -ni mucho menos probada- la existencia de una causa, para exigir el cumplimiento de una obligación reconocida. Así, no hace falta alegar que el obligado a pagar debe a causa del préstamo que le fue concedido o de la compra cuyo precio quedó aplazado. Nótese que, en los sistemas abstractos, no es que los hechos jurídicos carezcan de antecedentes, sino que éstos son irrelevantes, es decir, no determinan la eficacia o ineficacia de los hechos subsiguientes. La consecuencia de esta abstracción es clara: en un sistema abstracto la posición del acreedor es mucho más fuerte, porque sólo ha de reclamar el pago de la deuda reconocida, sin preocuparse para nada de alegar ni acreditar la causa. Sin perjuicio, eso sí, de que luego -insisto, luego- el acreedor deba restituirlo, en su caso, por enriquecimiento injusto.

Dicho esto, hay que añadir una reflexión capital. El que un ordenamiento jurídico se configure como un sistema causal o como un sistema abstracto no constituye una simple opción de técnica jurídica, sino que implica una elección decisiva respecto al marco jurídico regulador del mercado. Una anécdota aclarará este aspecto. A fines del siglo XIX, se celebró un congreso de jurisconsultos alemanes en el que se discutió si el futuro Código Civil alemán debía optar por el sistema causal o por el sistema abstracto. Al prevalecer esta última opción, Rudolf von Ihering -uno de los juristas alemanes más ilustres de su generación- dijo que el motivo de esta preferencia por el sistema abstracto no había que buscarlo en una pretendida fidelidad a las raíces históricas (la tradición) del Derecho alemán, sino en la conveniencia (¡y en las presiones!) de los grandes bancos alemanes de la época. Es evidente, en efecto, que a un banco le es más cómodo poder reclamar sin más una deuda reconocida que tener que alegar y acreditar, si procede, la causa de dicha deuda.

Tras este razonamiento, debe añadirse que, allí donde existe una sola causa, allí hay un solo negocio jurídico. Bien es cierto que este negocio puede ser complejo y descomponerse en una serie de negocios simples. Así sucede en el supuesto de los créditos vinculados a la prestación de un servicio. En ellos, el consumidor concierta el contrato de concesión de crédito con un empresario distinto del proveedor de los servicios que quiere financiar, si bien entre la empresa que concede el crédito y el proveedor de los servicios existe un acuerdo previo en exclusiva para la concesión de créditos a los clientes del proveedor. En consecuencia, el crédito obtenido por el consumidor lo ha sido precisamente en aplicación de dicho acuerdo previo. Pese a su apariencia, todo este rompecabezas puede recomponerse fácilmente si se parte de una idea simple: la existencia de una sola causa y, por consiguiente, de un solo negocio jurídico, si bien de naturaleza compleja y plurilateral. Y, en efecto, existe sólo una causa -la que ha impulsado al consumidor a realizar un contrato con el suministrador del servicio-, un solo negocio complejo -integrado por un contrato de suministro de servicios y por un contrato de financiación-, y una pluralidad de partes -el consumidor, el prestador de servicios y la entidad financiera. La conclusión de este discurso es clara. En un sistema causal como el español, si una de las partes -el suministrador de servicios, por ejemplo- incumple la prestación a la que está obligado, su incumplimiento afecta -dada la unidad de la causa- a todo el negocio jurídico complejo y a todas las partes implicadas en el mismo, y, por consiguiente, el consumidor no estará obligado a pagar el crédito instrumental.

No obstante, y no sólo por razón de añeja cortesía sino de prudencia, someto mi opinión a cualquier otra mejor fundada. Máxime cuando he escrito estas líneas de un tirón, lejos de mis libros y notas, y en el ocaso lluvioso de una vacación casi frustrada. ¿Con qué propósito? Con el de destacar que en la ley, cuidadosamente interpretada, pueden hallar siempre los más débiles la garantía y la protección de sus derechos frente a los poderosos.

Juan-José López Burniol es notario.

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