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Columna
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Carandell

De la mano de Ton Carandell y de su marido, José Agustín Goytisolo, a partir de 1964 fuimos invitados mi mujer y yo a la casa residencial que la familia Carandell tenía en Reus. Allí estaban seis de los siete hermanos Carandell y el ausente era una muchacha residente en Estados Unidos a la que jamás vi y han pasado desde entonces 40 años, menos un día. La familia Carandell la encabezaba el señor Juan, que había llegado desde el anarquismo a la literatura a través del lerrouxismo, de una dirección general de Franco durante la guerra civil, del éxito y del fracaso bancario en los años cuarenta. Cuando le conozco es un cómplice padre o suegro o anfitrión de progresistas y escribe de pie, la máquina sobre un atril, seudónimo Llorenç de Sant Marc, muy buenos relatos sobre la Barcelona de la rabia y de la idea, cuando él mismo pasaba la gorra: cinc centimets per a la dinamita!

El viejo Carandell estaba casado con una Robusté; más que una anfitriona era una patria y tan guapa que así se explica el atractivo de todos sus hijos, para empezar el del mayor. Luis venía de Japón, donde había ejercido de periodista, a la mitad de su larga marcha entre una infancia en Burgos jugando con Carmencita Franco Polo y la redacción de Celtiberia show, emblemática sección de la revista Triunfo, ajuste de cuentas a la España resultante de cinco siglos de cutre imperial catolicismo.

Aquel verano de nuestro primer encuentro, Luis, ya expositor en Madrid, se dedicaba al arte pobre y se pasaba los días buscando restos de naufragios de pueblos y personas para construir alternativas melancólicas. Me regaló un soldado de arpillera, sin esqueleto, como recién descolgado de la horca. Durante años, cuando yo viajaba a Madrid en pos de Triunfo, buscaba el encuentro con Luis Carandell o con César Alonso de los Ríos, amigos necesarios, amigos para siempre. Con César me unían aprendizajes en rojeríos y con Luis amorcilladas tabernas y su oculta sensación de extranjería, como si estuviera sin estar en los sitios y los tiempos, sonriente y eterno muchacho dorado, que en coches desnudos más que utilitarios vivió buscando restos de naufragios en un mapa imaginario, quizá España entre dos guerras o dos guardias, civiles.

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