_
_
_
_
_

Héroes, dioses y poetas en el Peloponeso

Un recorrido por la mítica península griega donde nacieron los Juegos Olímpicos

Fue un viaje al fondo de la luz. La tierra relucía con brillo propio, iluminada por su luz interior'. El Peloponeso de Henry Miller, que desembarca en Grecia en 1939, invitado por Lawrence Durrell, es así: solar y apolíneo. La cuna de la civilización occidental, con su tierra árida y, sin embargo, inagotable. Durante una emocionante visita a Micenas, el escritor norteamericano, que entonces tenía 48 años, acabó por abrirse: 'Me rendí ante las justas proporciones humanas, dispuesto a aceptar mi parte en el reparto y a dar todo lo que había recibido. De pie en el sepulcro de Agamenón, nací verdaderamente por segunda vez'.

Así es como hay que abordar el Peloponeso. Dejar atrás el estrépito del mundo y las certezas vanas para permitirse la ocasión de renacer en las fuentes del milagro griego. Cubrirse de humildad y respeto ante una región que, desde siempre, ha sido 'la tierra de los héroes y los poetas, la tierra en la que el hombre era igual a los dioses y éstos asumían una dimensión humana', nos recuerda Miller en su indispensable El coloso de Maroussi.

Porque, a cambio, esta 'isla de Pelops', con forma de hoja de parra, no más grande que la comunidad autónoma de Valencia, se mostrará muy generosa. Ofrecerá al visitante la antigüedad -Corinto, Epidauro, Micenas u Olimpia-, la Edad Media de los francos y los bizantinos -la ciudadela de Monemvassia, los fantasmas de Mistras o su serie de iglesias bizantinas-, los paisajes desolados y asombrados del Mani, la verde Messinia, los pueblos adormecidos bajo los plátanos y las higueras, los puertos de pesca inmaculados, y cientos de kilómetros de costas de agua límpida. Una tierra tan pródiga que el escritor francés Maurice Barrès, pese a todo su nacionalismo, se sentía allí 'bajo la popa de los tiempos, bañado, golpeado por una vaga embriaguez'. En realidad, la embriaguez comienza en Corinto, 'la gran libertina', a la que san Pablo dirigía sus epístolas. Hoy es famosa, sobre todo, por su impresionante canal, un corte brusco de 6,3 kilómetros de largo que convirtió el Peloponeso en 1893 en una especie de isla. Pero además alberga importantes vestigios antiguos en los que aún planean las sombras del rey corintio Sísifo, condenado por Zeus a hacer rodar eternamente una roca hasta la cima de una montaña, y su hijo Belerofonte, que se apoderó de Pegaso antes de ir a matar a Quimera.

El viajero llega después a Nauplia, una villa muy italiana que los griegos consideran la ciudad de los enamorados y que constituye un punto de partida ideal para descubrir la península de Argólida y los grandes yacimientos arqueológicos. 'No hay un solo signo de fealdad, ni en la línea, ni en el color, ni en la forma, ni en la particularidad, ni en el sentimiento', observa Miller. 'Todo es pura perfección, como la música de Mozart. Es más, me atrevería a decir que la presencia de Mozart se siente aquí más que en ningún otro lugar del mundo'.

También el silencio es precioso, tanto en las playas desiertas del mar Egeo como en los tranquilos pinares del interior o las gradas del antiguo teatro de Epidauro, engastado en un paisaje idílico en el que el escritor americano oía 'latir el corazón del mundo'.

Micenas es completamente distinto: le hace pensar en 'la agonía de un monstruo cruel e inteligente al que se ha sangrado hasta morir'. La ciudad de los átridas, revivida por Heinrich Schliemann -el arqueólogo que descubrió Troya-, de enorme refinamiento artístico, pero atormentada por asesinatos y maldiciones, y replegada sobre sí misma 'como un ombligo recién cortado, que arrastra su gloria hacia las entrañas de la tierra', todavía es objeto de fascinación y asombro. ¿Quién puede permanecer indiferente ante la célebre Puerta de los Leones, el círculo real, el recinto ciclópeo o las tumbas de Clitemnestra y Agamenón? Incluso el palacio, del que sólo quedan los cimientos, impresiona al visitante por su exigüidad. 'Todos estos muros colosales, ¿para proteger qué? ¡A un puñado de personas!', exclama Miller. '¿Qué aterradora noche pudo caer sobre ellos, en sus horas de desgracia, para empujarles a enterrarse de este modo, ocultar sus tesoros de la luz, cometer el asesinato incestuoso en las entrañas de la tierra?'.

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

Tres cabos

Al abandonar Nauplia, se emprende la bajada hacia el sur del Peloponeso y sus tres cabos. La agradable carretera costera, una sucesión de golfos y calas salpicados de pequeños lugares de vacaciones, se vuelve hacia el interior a partir de Laonidios, desde donde se llega a Monemvassia después de franquear varias gargantas y atravesar los deliciosos pueblos de Kosmas y Gheraki, con sus incontables capillas bizantinas.

Monemvassia es una auténtica joya, una ciudad medieval de sólidas fortificaciones disimulada tras un promontorio rocoso que mira al mar. Totalmente protegida, restaurada poco a poco por el Ministerio de Cultura griego, seduce sin remedio al viajero con sus casas de piedra -algunas, convertidas en hoteles-, sus calles estrechas, su ciudadela y su multitud de iglesias.

De vuelta hacia el oeste, la pequeña ciudad de Gythion -antiguo puerto de Esparta- es una buena base para descubrir la región del Mani y el emplazamiento de Mistras.

Esta última, fundada en el siglo XIII por los francos cuando gobernaban la región, es hoy una asombrosa ciudad fantasma, llena de espléndidos monasterios, que domina la majestuosa llanura de Esparta. Por el contrario, de esta última, que fue la gran enemiga de Atenas y las democracias durante varios siglos, no quedan más que unos cuantos restos de una pobreza sorprendente.

También es fantasmal la región de Mani, con sus llanuras desoladas y áridas que caen hacia el mar. Sus habitantes, que abandonaron el lugar después de haberse resistido a todos los invasores del Peloponeso, vivían en clanes, en mansiones erizadas de altas torres, todavía hoy omnipresentes en el paisaje. El burgo de Vathia, encaramado sobre una cresta rocosa y en parte abandonada, es un ejemplo del pueblo maniota típico; desde allí se llega, por un camino remoto, hasta el cabo Matapán. La punta meridional del Peloponeso, desértica y batida por los vientos, se alza frente a la sima de Inoussis, el abismo más profundo del Mediterráneo (4.850 metros).

Antes de partir hacia Messinia, una región más risueña, no hay que olvidarse de visitar, junto a Aerópolis, las magníficas grutas de Diros, las más bellas de Grecia, que se recorren en barca.

El tercer y último cabo del Peloponeso, que comienza en Kalamata, es el más fértil. Entre los golfos y calas surgen valles, y a veces incluso llanuras. Antes de abandonarse a la suavidad de sus costas haremos una pequeña incursión hacia el interior para visitar Ithomi, la antigua Messini. Este lugar, uno de los más cautivadores del Peloponeso, mezcla ruinas y naturaleza en una perfecta armonía, sobre todo al atardecer, cuando el sol arroja sobre el paisaje una luz rosada. El historiador francés Edgar Quinet, que llegó al Peloponeso en 1849, cayó seducido por los encantos del lugar. 'Todo el espacio que ocupaba la ciudad está poblado por campos de trigo todavía verde, tupidos grupos de olivos, madroños, algarrobos. Las masas de vegetación, diseminadas aquí y allá, crecen sobre los escombros de los edificios antiguos, donde las ruinas impiden los cultivos'.

Aguas cálidas

De vuelta a la costa, el viajero tiene mil lugares en los que echar el ancla, entre los pequeños puertos de Koroni y Finikoundas, bañados por aguas cálidas; la ciudad de Methoni, coronada por una ciudadela veneciana espléndidamente conservada, o la bahía de Pilos (también llamada Navarin), una de las más bellas de Grecia. El pueblo, inmaculado y atravesado por escaleras, recuerda a las islas Cícladas.

Desde allí, para subir hacia el norte y Olimpia, el viajero puede escoger entre la encantadora carretera de la costa y los caminos del interior. Entre gargantas y carreteras llenas de recodos, salpicadas de exvotos -pequeños tabernáculos con paredes de cristal-, se descubren las aldeas montañesas de Arcadia, especialmente Karytena, Andritsena y Langadia, y se puede llegar hasta Trípoli. La antigua Tripolizza turca, con 'sus tejados rojos, sus minaretes y sus cúpulas', que 'impresionaron agradablemente desde el primer momento' a Chateaubriand cuando se dirigía a Jerusalén, ha dejado sitio hoy a una ciudad moderna y sin especiales encantos, pero de vida muy animada.

Enseguida se llega al santuario de Olimpia, consagrado a Zeus y en el que se enciende cada cuatro años en medio de una ceremonia la llama de los Juegos Olímpicos. Además de la riqueza de los restos -reconstituidos, en gran parte, gracias a los textos de Pausanias- y el pequeño museo anexo, se comprueba una vez más, al contemplar la suavidad y la calma del entorno, que los griegos (¿o los dioses?) tenían un gusto muy claro al escoger sus lugares de residencia. Entre otros, forzosamente, Olimpia, en el que todo el mundo griego observaba una tregua ritual durante los Juegos.

Cualquier viaje al Peloponeso se ve impregnado de una sensación de paz que ha recorrido todas las épocas. 'A fuerza de malicia y mala voluntad, es posible que el mundo, un día, ceda y se derrumbe', auguraba ya Miller. 'Pero aquí, sea cual sea el huracán gigantesco que pueda surgir al desencadenarse nuestras bajas pasiones, aquí se extiende una zona de paz y calma, un legado de pureza, la destilación de un pasado que no se ha perdido del todo'.

El teatro de Epidauro tiene capacidad para 12.000 espectadores y fue construido por Policleto el Joven a finales del siglo IV antes de Cristo sobre las laderas del monte Cinortion, al noreste del Peloponeso.
El teatro de Epidauro tiene capacidad para 12.000 espectadores y fue construido por Policleto el Joven a finales del siglo IV antes de Cristo sobre las laderas del monte Cinortion, al noreste del Peloponeso.WERNER OTTO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_