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TRES MIL QUINIENTOS CARACTERES
Columna
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Gente con túnica

Por lo visto, es algo que puede sucederle a cualquier hijo de vecino. Anda un día Pérez preparándose un par de huevos fritos y se le aparece una de las infinitas Vírgenes que ocupan trono en nuestro panteón patrio. ¿Quién dice que el catolicismo es una religión monoteísta? Está una buena mujer apacentando su rebaño de ovejas en un prado gallego y, de pronto, la visita un ángel de larga cabellera flamígera. En un pueblo del sur, se tira media vida un tal Martínez dedicado a los placeres del vino, derrochando su subsidio en las máquinas de premio y fumando ducados como si cada uno de esos cigarrillos fuera el tubo que le permite respirar bajo las turbias aguas de la vida, hasta que una noche lo despierta de su sueño de borracho un santón traslúcido y le sugiere un nuevo rumbo a su deambular trastabillante. Y ese nuevo rumbo consiste en dejarse crecer el pelo hasta los hombros, agenciarse una túnica, a ser posible de color chillón, confeccionada en raso y con alguna medialuna bordada a la altura del pecho. De esa guisa, no resulta difícil que el nuevo bendito se asome a la pantalla de nuestro televisor, porque esa pantalla hace gala de una alarmante querencia por los fantoches.

Ya resulta curioso que la divinidad escoja siempre al más tonto de la clase para transmitirnos sus inquietudes -que yo recuerde, el más alto exponente intelectual de los iluminados lo tenemos en Pitita Ridruejo-, con lo que los mensajes del más allá suelen llegarnos aderezados con admirable profusión de disparates sintácticos: 'Entonces sentí la voz del ángel de luz pidiéndome de que nos tengamos amor, de que er mundo va mu mar, y de que si nos tenemos amor, el amor va a repararnos los problemas der mundo', le dice el visionario, muy ufano dentro de su túnica recién estrenada, al presentador de turno. Porque todas las consignas le dan vueltas a esa original idea del amor como remedio milagroso. Lo que no nos aclara ninguno de los charlatanes es cómo coño se consigue que Sharon sienta repentina ternura por Arafat o que el sherif Bush procure firmar la paz con el Islam, en vez de poner precio a toda cabeza tocada por un turbante. Tras unas cuantas apariciones televisivas -y para repetir en la tele, hoy día, no suele ser necesario haber sido brillante en la primera oportunidad, sino haber oficiado de payaso-, el siguiente peldaño de la escalera hacia el cielo consiste en montarse un consultorio. Y ya tenemos al profeta manoseando reumáticos y prometiendo un porvenir de dicha y ligoteo a enfermos terminales.

Y mientras esos desaprensivos van saliendo de pobres a costa de los crédulos, los niños siguen muriendo en el tercer mundo, los huracanes no dejan de soplar, la sequía crece, los aviones se caen -o los hacen saltar en mil pedazos-, los hijoputas engordan a base de merendarse el pan y la esperanza de los inocentes y el sida convierte al tan cacareado remedio, el amor, en una ruleta rusa de dimensiones planetarias. Y muchos siguen creyendo en la bondad de dios, y en su omnipotencia, y hasta en sus enviados. Echemos una mirada alrededor: algo lleva milenios fallando, o la omnipotencia o la bondad de ese ser a cuyas plantas nos arrodillamos, temblando y sin dignidad, pidiéndole clemencia. Más bien parece que el amo del calabozo sea un psicópata empeñado en jodernos a fondo. Dios quiera que me equivoque. Y que dios me perdone si está esperándonos por ahí arriba para explicárnoslo todo, rodeado de jóvenes samaritanas y con una buena provisión de bourbon y canutos.

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