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Columna
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Chicharra

Ayer, después de la siesta me enfrenté a un grave dilema: encontrar la verdad dentro de mí mismo o buscarla en el punto exacto de donde partía el sonido de la chicharra que hervía sobre mi cabeza en el algarrobo. A medida que descendía al interior de mi espíritu la filosofía se iba agotando hasta quedar en nada. Sucedía algo parecido cuando subía al árbol por la escalera de mano e indagaba entre las ramas, porque al ver que me acercaba a su existencia, la chicharra callaba y yo quedaba igualmente desorientado. Si me sentaba de nuevo en la mecedora a meditar sobre el destino de mi vida sin hallar solución, la chicharra volvía a sonar en la vertical de mi cerebro y el dilema quedaba otra vez en el aire. La búsqueda de aquel insecto invisible me parecía un ejercicio tan espiritual como la introspección del alma. Pensé que encontrar la chicharra podía ser la conquista más importante de mi vida, una prueba filosófica muy profunda que justificaría mi paso por la tierra. No era un empeño fácil. Casi nadie en este mundo, y menos un filósofo, ha visto nunca una chicharra. Por supuesto Aristóteles no sabía como era, aunque, sin duda, bajo su chirrido obsesivo escribió el tratado de Metafísica, una doctrina menos inasequible que este insecto hemíptero cuyo cántico representa la esencia del mediterráneo tanto o más que los versos de Anacreonte. Si conseguía sorprenderlo en un pliegue del algarrobo habría alcanzado un nivel que no lograron los poetas y filósofos grecolatinos. Tenía sobre la mesa de mármol un granizado de limón junto a un libro de poemas de Catulo. En uno de ellos, antes de emprender una nueva ascensión, leí: los soles pueden ponerse y volver a salir, pero nosotros una vez se apague nuestro breve día, tendremos que dormir una noche eterna. Entonces me dije, de hoy no pasa que no descubra la chicharra en el algarrobo. Comencé a subir despacio por la escalera hasta quedar sentado en la cruz del tronco. Su sonido no cesaba y lo tenía tan cerca que mi mente parecía que se estaba friendo y mientras escrutaba con método analítico el envés de cada hoja, me seguía haciendo preguntas sin respuesta acerca de mi destino. De pronto la vi y al principio la chicharra guardó silencio. Era de color verdoso, tenía la cabeza gorda, los ojos salidos y trasparentes. Viendo que respetaba su oficio, volvió a cantar dialogando conmigo. Aburrirse en verano es un privilegio, a estas alturas de tu vida ya no busques un mediterráneo que no sea de carne y hueso. Eso me dijo.

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