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Columna
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Mentiras

Vi Windtalkers en Madrid: guerra en el Pacífico, americanos contra japoneses. Hay una decapitación, mucha sangre, incluso en las conversaciones, cuando un marine recuerda a su abuelo, que cobraba tres dólares por oreja de piel roja, mientras que ahora los pieles rojas también son marines (así son las guerras: posiblemente dentro de unos años japoneses y americanos cenemos amigablemente juntos, reflexiona el soldado de la II Guerra Mundial). Estos disparates no existen en mi realidad, pienso yo, cabezas y orejas cortadas, pero a la mañana siguiente veo la foto en EL PAÍS: un filipino llora ante la caja que contiene la cabeza de su hermano, cortada por la guerrilla islámica. En la página de pasatiempos de La Vanguardia tengo que descubrir ocho diferencias entre dos dibujos a primera vista iguales: una señora barre una barbería, y, entre mechones, cuento seis orejas cortadas.

Me apeo del tren. En los Multicines América echan la misma película que en Madrid, como si el mundo fuera una única ciudad, como la costa, desde Málaga, hacia el este, en autobús. La película Windtalkers tiene la forma de un videojuego: aparición y eliminación sucesiva de obstáculos y enemigos. Los videojuegos han influido mucho en las obras de la imaginación, como hizo el cine en otra época: han afectado a la música, las películas, la literatura. Un buen videojuego podría hacerse en torno a un bloque de quince plantas y doce apartamentos amueblados por planta, como aquel en el que trabajé una vez, cuando era estudiante: el jugador debe distribuir a los viajeros, inventariar sábanas y cubiertos, reparar averías e inundaciones, rescatar ascensores perdidos en el espacio. El bloque estaba en Granada, en la playa, sobre la misma playa.

Soledad Becerril ha dicho en Ronda, en un pregón ferial, que la Costa del Sol ha sufrido un destrozo, y algún alcalde se ha indignado y ha dicho que Becerril es una ignorante. Lo leo en El Mundo, y no entiendo la indignación. La costa andaluza ha sufrido un destrozo irrebatible, de raíz, una mutación moral y material que ha trastocado las formas de trabajo y propiedad, prácticamente sin ley. (En el periódico Sur leo que Becerril pide precisamente 'un urbanismo con límites'). El destrozo puede haber sido para bien en muchas cosas, o para mal, pero ha sido. Los viajeros lo ven, y pongo un ejemplo: Jean Daniel, fundador y director de Le Nouvel Observateur, anotó en su diario el lunes 4 de abril de 1988, en Mijas: 'Horrible, espantoso suburbio marítimo entre Málaga, Torremolinos y ese pueblo reconstituido a la andaluza. Lo que los hombres pueden hacer a la naturaleza... cómo pueden mostrarse indignos de ella...' (Jean Daniel, Con el tiempo, página 340, Seix Barral, 1999).

No es que Jean Daniel tuviera prejuicios contra esta tierra: también lo deslumbró la radiante belleza feliz de otra Andalucía, 'arte de vivir en el orgullo y el refinamiento', apuntó tres días después en el mismo cuaderno. Pero quizá no sea oportuno en la batalla de cifras y precios turísticos hablar de destrozos. ¿Es tiempo de crear, como los americanos con sus guerras, un departamento de mentiras necesarias en beneficio de la patria turística?

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