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Columna
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Honor

Los centenarios son algo así como un veraneo en el Norte de la literatura, una lluvia constante de homenajes y seminarios sobre la memoria del escritor que se homenajea. Como la piel sueña con los días de sol y los cielos azules, la rutina de los fastos suele rozar el cansancio, desgasta con el uso oficial esa intimidad solitaria que los lectores necesitan buscar en los libros. La grandeza impone modas excesivas que pueden volverse contra el prestigio de un autor. Cuando uno llega a Buenos Aires con Borges en el corazón, no es extraño encontrar a una multitud de aficionados a la literatura que, entre copa y copa, entre originalidad y pedantería, son capaces de defender la curiosidad de cualquier poeta menor por encima del prestigio previsible del clásico. Pasa lo mismo con Pablo Neruda en Chile, y uno está a punto de llegar a la manos para defender al autor de Residencia en la tierra o de Los versos del capitán. Picasso llevaba una pistola en el bolsillo y la ponía en la mesa cada vez que alguien atacaba injustamente a sus maestros en la pintura. Una palabra más y disparo. En Buenos Aires y Santiago de Chile conviene llevar una pistola en el bolsillo de las conversaciones para imponer la ley del silencio a los que juegan a hacerse los inteligentes con las figuras más íntimas de nuestra admiración. Con las celebraciones de los centenarios sucede lo mismo, porque la lluvia de las celebraciones acaba empapando el nombre del homenajeado hasta que brota la hierba del cansancio, que luego se seca y arde en el incendio de la estupidez y la impertinencia. Ocurrió en 1958 con García Lorca y vuelve a ocurrir ahora con Cernuda. Entre exposiciones, conferencias, seminarios, congreso, siempre acaban por salir las voces de los que opinan que no es para tanto, que no son tan buenos, que en realidad son peores que cualquier autor escondido en las sombras. Pero la verdadera grandeza de los escritores importantes es que siempre están escondidos en la sombra de nuestra intimidad, más allá del uso y del desgaste. Después de los sermones oficiales, cuando volvemos al libro y a la lectura solitaria, los escontramos inocentes, limpios, tiritando de frío, con el deslumbramiento de la primera vez que la suerte los puso delante de nuestros ojos.

Estoy en Santander, en el verano del Norte, participando en un curso que la Universidad Internacional Menéndez Pelayo le dedica a Luis Cernuda. Profesores y poetas de mucho prestigio han analizado al autor de La realidad y el deseo con una atención respetuosa. La bibliografía moderna, las anécdotas, las interpretaciones, las claves ideológicas, el estudio de la tradición, el recuerdo de la cultura española de la República y del exilio han caído como una lluvia amable sobre la piel impertinente de Cernuda. Pero seguramente el acto de homenaje más rotundo surgió cuando los alumnos, de manera improvisada, se apoderaron del micrófono al finalizar una mesa redonda para leer en voz alta su poema prefrerido de Cernuda. Antes que honores, el lector de poesía pide a los versos una palabra de honor, la fidelidad moral que dignifica la vida desde la raíz libresca de nuestra adolescencia. Estoy convencido de que este homenaje estudiantil, la voz de los lectores que expusieron en público su propia soledad, le hubiese gustado incluso a Luis Cernuda.

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