Purgatorio
A las diez de la mañana, Antonio Malabia había escrito ya tres nuevas páginas de Purgatorio, la novela que pensaba publicar ese verano europeo. Varsovia era el lugar perfecto para trabajar. Abundaban la quietud y el ocio. Durante su primer año y medio como embajador, había logrado compilar una antología de textos sobre el campo de Auschwitz y terminar un ensayo sobre el carácter argentino, que refutaba -ocho décadas más tarde- las opiniones de Ortega y Gasset. Nada lo distraía de Purgatorio, que iba a ser su obra mayor. Los asistentes de la misión diplomática eran insípidos y sólo ocupaban el tiempo en buscar, codiciosos, alfombras y artesanías para sus casas de Buenos Aires. Malabia -se lo repetía todas las noches- era más leal a la patria escribiendo novelas que inaugurando seminarios en el Club de Embajadores.
El éxito de sus primeros libros había sido modesto, porque el lenguaje de Malabia, contaminado por la diplomacia, no levantaba vuelo
En el segundo banco, Tagliaferro empezó a mover las cuentas con tal velocidad y a tantos lugares que a Malabia se le escurrían los números de la memoria
'Para las causas grandes nunca somos pobres', dijo Tagliaferro. En Andorra te han abierto una cuenta reservada de diez palos verdes
Con súbita impaciencia, el presidente tomó al embajador por la cintura y lo empujó hacia la salida. Una lámina de sudor le subrayaba el maquillaje
La sequía erótica y las llamadas incesantes no le permitieron avanzar en 'Purgatorio'. Decidió entonces poner fin cuanto antes a la misión que le habían asignado
Se había impuesto una rutina de hierro. Escribía de siete a doce todos los días hábiles. A la hora del almuerzo, despachaba los pocos papeles que debía firmar, aprobaba los informes que se enviaban al canciller y visitaba a funcionarios del gobierno polaco para imaginar intercambios comerciales que jamás llegaban a nada. Por la tarde, se encerraba en el despacho a discutir la traducción de sus libros con la agente que tenía en Barcelona, o bien revisaba en el Internet los ensayos y tesis que le dedicaban en las universidades norteamericanas. Con frecuencia, redactaba también largas cartas protestando porque no lo mencionaban en tal o cual inventario de la narrativa nacional.
Le sorprendió que el canciller en persona lo llamara por teléfono para decirle que el presidente quería verlo en Buenos Aires. El viaje trastornaría la rutina de su escritura.
-No entiendo qué puede pasar -se defendió-. Acá todo sigue como si el tiempo no se moviera.
-¿Qué es lo que deberías entender? -dijo el canciller-. Órdenes son órdenes.
No pudo seguir hablando porque la comunicación se interrumpió. Ya le habían recortado los gastos de teléfono y de correo. Amenazaban también con cerrar la embajada. Tal vez se trata de eso, pensó Malabia. Van a trasladarme a Buenos Aires en la mitad de la novela. Qué país de mierda.
El éxito de sus primeros libros había sido modesto, porque el lenguaje de Malabia, contaminado por la diplomacia, no levantaba vuelo y fluía tan monótono como pomposo. Ahora se estaba arriesgando al máximo en la construcción de un monumento narrativo sobre las desventuras del cadáver de Eva Perón. Al mudar el tono dos o tres veces en un párrafo, como Thomas Pynchon, el relato se retorcía a veces en la comicidad y otras veces se desplomaba en el patetismo. Ahora estaba seguro era de que la esquiva gloria saldría por fin a su encuentro cuando la novela apareciera en el cincuentenario de la muerte del personaje.
La llamada del canciller lo puso de tan mal humor que ya no tuvo ánimo para seguir escribiendo. Pasó el resto de la mañana tratando de averiguar por qué debía volver a su país. Nadie lo sabía. Uno de sus secretarios le dijo que el primer vuelo disponible era a la mañana siguiente, vía Frankfurt. Preparó las valijas sin pensar, como si estuviera yendo a ninguna parte.
Aterrizó en Buenos Aires el domingo a las once. Un emisario del presidente lo esperaba a la salida del avión para llevarlo a la residencia de Olivos. A duras penas logró Malabia que le concediera una hora para ir a su departamento, darse una ducha y cambiarse de ropa. 'Entonces vístase con un equipo deportivo', le dijo el emisario. 'Ya sabe que al presidente le gusta jugar al tenis con las visitas'.
El embajador cometió la ridiculez de hacerle caso, y así apareció fotografiado en los diarios del día siguiente, con un bolso de Adidas y una raqueta, a la vez servicial y desconcertado. Después del vuelo de veinte horas, tenía la expresión de alguien que se ha confundido de lugar o que llega demasiado tarde. Las fotos son tan sólo apariencias y rara vez explican la realidad. Las de aquel domingo fueron tomadas cuando, al bajar del automóvil y caminar hacia la residencia, en Olivos, Malabia divisó al presidente sentado a la mesa del almuerzo, en el jardín, con otros veinte invitados. Los edecanes le dijeron que esperara y lo dejaron solo. Estuvo un rato largo de pie, bajo el sol, observando de reojo a los comensales. Eran miembros de la inmensa familia del presidente o mujeres que alguna vez habían sido sus amantes. Todos llevaban pesadas cadenas de oro y conversaban a los gritos.
El presidente se levantó al fin de la mesa e hizo señas al embajador de que lo siguiera hacia las oficinas que estaban cerca de los garajes. Impaciente, lo invitó a sentarse en un sillón demasiado blando, donde el cuerpo se le hundía como en una parva. Entre las bibliotecas había un gran retrato al óleo de Evita Perón, pintado por algún tardío sobreviviente del romanticismo. Junto al cuadro se abrió una de esas puertas invisibles que parecen molduras de la pared. Por allí entró el canciller seguido por un gigante de dos metros al que Malabia no había visto ni en fotografías. Una floresta de pelos le asomaba sobre el cuello de la camisa. Aunque se presentó con un gruñido, el embajador logró descifrar su nombre: Onésimo Tagliaferro.
-Voy a ser rápido -dijo el presidente-. No soy de los que hacen esperar a la gente. ¿Conoce Andorra?
-Estuve allí de paso hace once o doce años -respondió Malabia-. Me sorprendió que la naturaleza fuera tan espléndida y el país tan feo. Me sorprende también tener que explicarlo así, porque en ese país casi no hay otra cosa que la naturaleza.
Por un momento, la fantasmal idea de vivir en Andorra lo aterró.
-No exagere, Malabia -dijo el canciller-. Andorra está en el centro de Europa. Es Europa en estado puro. En las rutas, los letreros no dicen 'Barcelona: 210 kilómetros' o 'Toulouse: 195 kilómetros'. Dicen: al norte Francia, al sur España. Se ve que es un pueblo ilustrado.
-Mil años de cultura -apuntó Tagliaferro con voz ronca. Al embajador le pareció que la palabra cultura desafinaba en el gigante como un golpe de timbal en un cuarteto de cuerdas.
-Necesitamos en Andorra un hombre de imaginación -dijo el presidente-. Un escritor. No lo voy a enviar ahí por mucho tiempo, Malabia. Y quién le dice, estando tan cerca de Barcelona, que no vayan a darle uno de esos premios que los españoles ofrecen a patadas. Cuando tenga interés en alguno, usted me avisa. Yo llamo por teléfono a Madrid y se lo consigo. Allá me deben más de un favor.-Soy un representante diplomático del gobierno y voy a hacer lo que usted me ordene, señor -dijo Malabia con solemni-dad-, pero francamente no veo para qué puede servir un embajador en ese lugar.
-No queremos un embajador -corrigió el canciller-. Queremos un enviado plenipotenciario: una llave que nos abra Europa.
Malabia no entendía la metáfora. O tal vez ellos no sabían lo que querían. El presidente daba constantes pasos en falso al viajar al extranjero.
-Con Andorra no es posible hacer acuerdos, señor -lo ilustró el embajador-. Es un principado sin príncipes. Los dos jefes del estado ni siquiera viven ahí: son el presidente de Francia y el obispo de Urgel. No tiene moneda propia ni aduanas. A los que entran desde España o desde Francia no les piden el pasaporte. Sólo hay montañas, cabras, aguas termales y pistas de esquí. Antes era un paraíso bancario; ahora, quién sabe. Hasta 1993 fue un estado más o menos feudal. Después, se resignó a la democracia.
-Precisamente -dijo el presidente, levantándose y dejando caer su palma amistosa en el hombro de Malabia-. Está todo por hacer. Me han recomendado que firme una alianza con los andorranos. Les ofrecemos asociarse a nosotros en el Mercosur, y el día que ellos entren al Mercado Común Europeo, nos abren esa puerta. Si Europa tiene un pie en nuestras islas Malvinas, ¿por qué la Argentina no va a tener un pie en Europa? Cuando yo llegué acá -señaló, solemne, el sillón donde había estado-, me sugirieron comprar algunas casas en Gibraltar. No sabe cuánto me dio vueltas esa idea en la cabeza, porque si lo conseguíamos habría sido un acto de justicia histórica. Piense en la bandera azul y blanca flameando en ese peñón inglés, Malabia. Pavada de símbolo, ¿no? Pero tuvimos mala suerte. Ordené algunos viajecitos de exploración, y nos convencimos de que no se podía.
-Había mucho control, mucho papeleo -apuntó Tagliaferro.
-Y ahora, casi al final de mi gobierno, vienen a hablarme de Andorra. Me dicen que el Estado argentino podría comprar ahí algunas propiedades. Quién sabe. Haga lo que se pueda. Si no hay arreglo con esos príncipes, páguele lo que sea a cualquiera de los mandamases locales. Alguien tendrá la voz cantante, ¿no?
-Hay un primer ministro -informó Malabia- y un consejo ejecutivo. Hasta ahora, en los setecientos años que tiene ese país, nunca se han aceptado ni enviado misiones diplomáticas, salvo a las Naciones Unidas.
-Corren otros tiempos, embajador -dijo el presidente-. Los andorranos no van a seguir toda la vida aislados del mundo. Y el que llega primero llega dos veces. Si nadie pudo, los argentinos podemos.
Malabia advirtió que no tenía algún sentido discutir.
-Tendríamos que fijarnos un plazo, señor. Qué le parece: ¿un año, seis meses? ¿Si a los seis meses fracasamos, regreso?
-No vamos a fracasar -dijo el presidente-. Se lo aseguro yo, que en estas patriadas tengo mucho kilometraje.
-Y acuérdese del premio literario que le vamos a conseguir, Malabia -insinuó el canciller-. A usted ya le dieron uno o dos, ¿no? Entonces sabe cuánto cuesta trabajárselos.
-Me los merecía -atinó a defenderse.
Con súbita impaciencia, el presidente tomó al embajador por la cintura y lo empujó con delicadeza hacia la salida. Una lámina de sudor le subrayaba el maquillaje: en las cejas, bajo los ojos, en las mejillas verdosas. Malabia lo vio tal como era: ridículo, astuto, temible.
-Viaje cuanto antes a ese país -dijo-. Y téngame al tanto de todo -le extendió una mano fláccida y húmeda, pero no lo miró. Miró a Tagliaferro-. Acompañálo hasta la salida, Tano. Dale vos las instrucciones.
Tagliaferro chasqueó los dedos y enfiló hacia los vestíbulos. Afuera, el sol era un manojo de soles: macizos, persistentes. La realidad parecía no tener ganas de moverse más.
-En dos meses voy a pasar por Andorra para ver cómo andan las cosas -dijo Tagliaferro-. Lo primero que debés hacer, Malabia, es comprarte una casa y poner un mástil con la bandera argentina en todo el frente.
El embajador se detuvo en seco. Todo lo desconcertaba: el calor, las modelos, el tuteo inesperado de aquella bestia.
-Me voy a instalar en un hotel -dijo-. La Argentina es pobre.
-Para las causas grandes nunca somos pobres -dijo Tagliaferro con un vozarrón cómplice-. En el banco de Andorra te han abierto una cuenta reservada de diez palos verdes para los primeros gastos. Acá está el número de la cuenta y la clave para usar los fondos -Exten-dió una hoja de papel sucio con cifras escritas a lápiz-. Fijáte bien, Malabia: tenés que aprendértela de memoria. A es el ojo de la aguja, 7 es el camello, T es la cuerda del ahorcado, seguí vos. Yo digiero estos códigos en veinte segundos.
Junto a la entrada de la residencia estaba esperándolo el mismo automóvil que lo había llevado. Cuando el embajador se acomodó al fin en el asiento trasero, la sordidez del largo día desapareció y una limpia calma se abrió lugar en su corazón. Soy mejor que toda esa basura, se dijo. No sé cómo hacen ellos para vivir. Recordaría el momento meses después, cuando lo llamaron por teléfono para contarle que Tagliaferro se había suicidado.
En la soledad de Andorra, Malabia extrañó a las mujeres gordas, que vaya a saber por qué lo calentaban. Las andorranas eran fibrosas y tímidas en la juventud, fofas y tímidas en la edad madura, pero no gordas. Parecía que el aire de las montañas les hubiera evaporado las grasas. No se conmovían por los halagos, por los regalos, por el miedo ni por los sentimientos ajenos. Eran largos desiertos blancos en los que nada dejaba huellas.
La sequía erótica obligatoria y las llamadas incesantes de Tagliaferro no le permitieron avanzar en la escritura de Purgatorio. Decidió entonces poner fin cuanto antes a la misión que le habían asignado. Tuvo un par de reuniones con el conseller de Comercio, y por más que le explicó las pretensiones de su país, el conseller no entendió. 'Créame, embajador', le dijo: 'aquí estamos todos desconcertados. Ningún otro miembro del gobierno sabe qué decir, y yo tampoco. ¿Quieren abrir cuentas en nuestros bancos? Es una decisión de los bancos, no del gobierno.¿Su presidente quiere visitarnos? Sería un honor, mientras lo haga sin ningún protocolo. Fíjese que ni siquiera el Santo Padre ha pasado por aquí, tal vez porque no sabríamos cómo recibirlo. Si ustedes van a comprar lo poco que hay en venta, entonces tendrían que cumplir con nuestras leyes de residencia. Las leyes no están escritas, pero todos las obedecen. Per nosaltres, la realitat és simplement imaginació'.
Una tarde, cuando el embajador acababa de instalar su biblioteca en Andorra, Tagliaferro se presentó por sorpresa en la residencia con dos valijas llenas de dinero. El presidente ordenaba depositar todo en el banco al día siguiente, le dijo. Los domésticos improvisaron un cuarto de huéspedes en el segundo piso y pusieron otro plato en la mesa de la cena.
Cuando el gigante bajó a comer, estaba acicalado como un malevo de los años 30: tenía un pantalón verde brillante, un saco de fumar con guarniciones de trenzas doradas y un pañuelo tornasol colgando del bolsillo. De lo alto de la camisa fluía el ramillete de pelos negros, tumultuosos, encrespados. En la televisión estaban pasando el noticiero argentino de las doce de la noche y otra vez el presidente parecía enfurecido contra los conspiradores que no lo dejaban gobernar.
-Hace apenas tres semanas que me fui y ya no entiendo lo que pasa -dijo Malabia-. A veces me parece que Buenos Aires estuviera en otro mundo.
Tagliaferro se echó a reír:
-No te preocupés -dijo-. No pasa nada. Todo esto es circo, show para los giles.
La operación que hicieron en el primer banco parecía completamente legal. El gobierno argentino enviaba una remesa de dinero en efectivo para que se depositara a nombre de la embajada. Malabia acreditó su condición de diplomático residente y el trámite resultó sencillo. En el segundo banco, Tagliaferro empezó a mover las cuentas con tal velocidad y a tantos lugares simultáneos que a Malabia se le escurrían los números de la memoria. Después de transferir los activos a Uruguay, Luxemburgo, Panamá y las islas Cayman, y desplazar los pasivos a Moscú y Varsovia, los fondos de la embajada se habían reducido a diez mil dólares. Los titulares de las nuevas cuentas eran casi todas figuras de identidad imprecisa: amantes del presidente, tesoreros de sindicatos, concejales del nordeste y el propio Tagliaferro. ¿Voy a manejar todo eso con sólo 10.000 dólares?, se inquietó Malabia. Por ahora, le dijo el gigante.
Con alivio, el embajador pensó que, al quedar sin fondos, su misión terminaría rápido. Esa noche, sin embargo, recibió una llamada del canciller. Le ordenaba quedarse. En Andorra los días se volvieron aún más monótonos, mientras la Argentina se convertía en un volcán. Habría sido fácil para Malabia regresar a la escritura de Purgatorio, pero los personajes ya no le despertaban el menor interés y la alternancia de tonos narrativos, que tanta exaltación le producía en Varsovia, se le había evaporado en Andorra. A veces, las novelas irradian luz en un lugar y se marchitan en otros.
La radio argentina transmitió una noche la noticia de que Onésimo Tagliaferro se había prendido fuego en una casa de San Juan. En Buenos Aires se sucedían a diario las manifestaciones contra el presidente, y cuando apareció un sucesor, Malabia ni siquiera tuvo tiempo de preguntar qué haría con la embajada, porque a las pocas horas lo reemplazó otro, y luego otro más. La gente salía a las calles a toda hora, bloqueaba las rutas y hacía sonar sus cacerolas. Malabia llamaba a la cancillería por lo menos tres o cuatro veces todas las tardes y sólo conseguía hablar con secretarios novatos, que no sabían quién era él ni qué estaba haciendo en Andorra. El embajador les explicaba que, con la llegada del invierno y de los esquiadores, mantener la misión allí era muy costoso y que debía marcharse cuanto antes. Van a cortarnos la luz, la calefacción, todos los servicios, decía. Será una vergüenza para la Argentina. Sin duda van a llamarlo de un momento a otro, lo tranquilizaban los amanuenses. Pero nadie lo llamaba.
Una noche, al fin, logró que lo atendiera el vicecanciller, que años atrás había coincidido con Malabia en la embajada ante la Unesco. Le sorprendió que lo tratara con sequedad y distancia, como si apenas lo conociera.
-No entiendo qué hace usted allí -le dijo-. Hace ya semanas que lo separaron del servicio diplomático.
El embajador sintió que la angustia le apagaba la voz. Se las arregló para contestar como pudo:
-Nadie me avisó. Nadie me dio razones.
-¿Qué razones quiere? -se indignó el vicecanciller-. Esa misión en Andorra fue un acto demente y usted fue irresponsable al aceptarla.
Durante cinco o seis minutos estuvo reprochándole la negligencia con que había manejado las cuentas, y le dio a entender que lo culpaban por los millones que se habían evaporado. Le habló de un sumario, tal vez de un juicio. Como Malabia usaba una tarjeta telefónica, una voz grabada le avisó en catalán que ya no le quedaba tiempo. La llamada se cortó.
Con el tubo del teléfono en la mano, sintió la infinita soledad del mundo, la injusticia de todos los actos humanos. Se consoló pensando que aun le quedaba intacto su talento de escritor, pero qué podría hacer con eso. Tendría que trabajar en algo y no se le ocurría en qué. Estaba confundido. Hablaría con el conseller de Comercio para que le dieran la concesión de una pista de esquí. O le propondría que se filmara en Andorra alguna de sus novelas. ¿Qué sentido tenía irse de allí? La nieve caía sin parar y el pequeño país le parecía infinito y hermoso. Vio que la bandera argentina ondeaba fuera, en el sopor de la noche. Tendría que salir y arriarla, dijo. Pero la nieve caía entre hilos de luz y la bandera parecía orgullosa bajo esa claridad ajena. Que se quede ahí hasta mañana, pensó. Siguió mirándola aletear y moverse un largo rato, hasta que la realidad fue sólo ese movimiento, y lo demás fue vacío.
Tomás Eloy Martínez
El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán, Argentina, en 1934.
Ha publicado varias novelas, como 'Sagrado' (1969) y 'La mano del amo'. Ha escrito también relatos periodísticos y novelas históricas como 'La novela de Perón' (1985) y 'Santa Evita' (1995). Este año ha obtenido el Premio Alfaguara por 'El vuelo de la reina'. Actualmente es director del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University en Nueva Jersey, Estados Unidos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.