Buddenbrookhaus
A veces envidiamos a un amigo porque aún no ha leído una novela que amamos. Envidiamos, quiero decir, ese profundo placer que sabemos que experimentará nada más se adentre un poco por aquellas páginas. Quién pudiera volver a leer, como si fuera la primera vez, tantos y tantos libros queridos. Porque si bien es cierto que tan sólo se lee releyendo (salvo quizá Proust, que es una única lectura a lo largo del tiempo), aún así el argumento tiene algo de sofístico. La primera lectura -como el primer amor- es la verdaderamente importante, y las relecturas tienen siempre algo de matrimonio en segundas nupcias. Pueden ser felices, pueden ser excepcionalmente fecundas, pero nunca -o casi nunca- subyace el descubrimiento apasionado.
¡Quién pudiera releer como la primera vez Madame Bovary, Middlemarch o La montaña mágica! Siempre existe el temor a la desilusión, a romper el encanto de aquel recuerdo, que monsieur Bovary se nos aparezca estúpidamente inverosímil, que el matrimonio de Dorothea con aquel viejo repulsivo Casaubon no nos produzca ninguna compasión, y que la exuberante Madame Chauchat, con sus ojos de lobo de las estepas, no nos cause más que una tibia impresión. Como un viejo amor, preferimos conservar el recuerdo y evitar el reencuentro, que se nos antoja lleno de desengaños y peligros.
A veces, en cambio, cedemos a la tentación de recorrer los itinerarios sugeridos en esos libros queridos. Acudimos a Illiers-Combray en busca del Pré Catelan y de las magdalenas proustianas, o a Vaucluse siguiendo los pasos de Petrarca tras su amada Laura. No sabemos muy bien qué es lo que nos empuja a visitar todos esos lugares, a menudo borrosos e inconcretos, quizá el deseo de comprender mejor la obra de un escritor, de adueñarnos de detalles nimios e intrascendentes, como cuando memorizamos el número de teléfono -o paseamos furtivamente por el barrio- de un amor apenas iniciado.
En Lübeck, se halla uno de esos lugares de culto de todo buen lector: la casa de los Buddenbrook. Una enorme mansión, enclavada en el centro de aquella delicada capital del Báltico, que también conserva, en la deslumbrante Marienkirche, el fantástico órgano de Dietrich Buxtehude. Johann Sebastian Bach anduvo a pie más de cien de kilómetros para escuchar al famoso organista de Lübeck, y éste le ofreció su puesto de músico, a cambio de casarse con su hija. Poco después, propondría un trato parecido a Händel, con el mismo resultado negativo. No disponemos de ningún retrato de la hija de Buxtehude, pero todo parece indicar que debía ser conspícuamente desalentadora. Sea como fuere, la casa de los Buddenbrook es actualmente un museo dedicado a los hermanos Heinrich y Thomas Mann, que, como explica algo simplonamente la guía Michelin, constituyen 'la pareja de hermanos más famosa de Lübeck'. Aunque Thomas Mann no nació en aquella casa, fue residencia de los Mann durante muchos años y sin duda sirvió de escenario para su gran novela. ¡Qué sensación más indescriptible entrar en aquellas salas, e imaginar a la familia Buddenbrook reunida en torno a la mesa, mientras que el cónsul trincha escrupulosamente el asado ante la atenta mirada de sus hijos! El prologuista de la primera edición española, Oliver Brachfeld, indica que quien acabe la lectura de este libro lo dejará con un sentimiento de lástima: lástima de que el cuento haya acabado. Y algo parecido ocurre con la ciudad de Lübeck: quien la visite, la abandonará con tristeza. Y a partir de ese momento envidiará a quien aún no la haya visitado. Porque con algunas ciudades sucede como con ciertos libros: ¡quien pudiera volver -volver a Lübeck- como si fuera la primera vez!
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