ROSSINI, SEGÚN MARÍA BAYO
En un momento dulce de su carrera, la soprano navarra pasea por Peralada y San Sebastián su efervescente visión del cisne de Pesaro, con una orquesta de instrumentos originales dirigida por Rinaldo Alessandrini
P étillant, dicen los franceses. Frizzante, prefieren los italianos. Efervescente o chispeante, diríamos aproximadamente aquí. Todos adjetivos que le sientan de primera tanto a Gioacchino Rossini -muy especialmente el de primera época, antes de su exilio voluntario y dorado en París- como a María Bayo. La soprano navarra está pletórica, en un momento dulce de su carrera, que se suele decir. Confiada, serena, saca el mejor partido de sus recursos, que son muchos. Es una víbora. La víbora rossiniana, claro, la de Una voce poco fa. Esa víbora que, si la tocan, pondrá en marcha cien trampas para salir adelante, y saldrá adelante. Menuda una, buena es.
María Bayo llevó al Festival de Peralada (Girona) el jueves y hoy reporta en San Sebastián, dentro de la programación de la Quincena Musical Donostiarra, un programa que coincide con el de su último disco, dedicado al Rossini de la primera etapa, un Rossini de fogueo que pasea su ingenio y sus descubrimientos -el crescendo, el más conspicuo de ellos- por los mejores teatros italianos de las primeras dos décadas del XIX: Venecia, Bolonia, Roma, Milán. Un Rossini imbuido de la gran tradición bufa, en la que se muestra un genio absoluto: El barbero de Sevilla, La gazza ladra, La scala di seta, L'inganno felice, Tancredi y tantos otros títulos (aquí se citan sólo aquellos a los que recurrió Bayo en su recital).
Y bien, a riesgo de repetirnos, diremos que la voz de María Bayo, al modo del rey Midas, transforma en teatro todo cuanto canta. Ese instinto asesino -viperino, por mantenernos en el símil anterior- lo posee como pocas cantantes del momento. Las agilidades, en ella, no son otra cosa que consecuencia de ese instinto.
Gata que empieza a ser vieja sobre las tablas -más que por la edad, por haber lidiado con Mozart en Salzburgo, entre otras plazas difíciles-, para el acompañamiento ha escogido en esta ocasión al grupo Concerto Italiano, que toca con instrumentos de época. Hoy eso está comúnmente aceptado, viene a ser como respetar a la naturaleza. Pero es que, además, permite trabajar con un diapasón bastante más razonable que el de las orquestas modernas -auténticas astifinas que amenazan con empitonar tantas voces-, y con un volumen de sonido sensato cuando el conjunto abandona el foso para ocupar el escenario en los recitales. Dicho lo cual, cabe añadir que Concerto Italiano no es nada del otro jueves: juega al contraste vistoso entre los tiempos lentos y rápidos, pero el sonido que emite es plano, convencional, sin aportaciones reseñables (¿grupos como los que dirigen Fabio Biondi o Antonio Florio podrían resultar más interesantes? Podría ser). Pero toda esta disertación tiene una importancia relativa: lo fundamental es que el grupo se adapta como un guante a las necesidades expresivas de María Bayo. Sobre esa base, en efecto, la cantante despliega su sabia y variada paleta: cubrimientos ajustados, brillantes y seguras subidas al agudo, appianamenti de excelente factura, ornamentaciones de buen gusto y un gran control de la línea de canto.
María Bayo añade a ello una pequeña surprise musicológica: canta una desconocida aria de El barbero ('Ah, s'è ver che in tal momento') que Rossini escribió para el entrañable personaje de Rosina dos años después del estreno de la ópera y que habitualmente no figura en ella.
Sin embargo, para sorpresas, y mayúsculas, las que llegaron a programa concluido: la primera aria de Cherubino (Don Giovanni) y el aria de concierto, con texto del mismo Da Ponte, Un moto di gioia (K. 579). La gran dama mozartiana que es María Bayo se mostró ahí en toda su exuberancia. Y si hasta entonces a alguien le podía saber ese recital a promoción (legítima) del disco previamente publicado, ahí la intérprete navarra vino a recordar que no sólo del pétillant, frizzante, efervescente Rossini se ha nutrido su carrera, sino de un repertorio muy sólido que ha afrontado con profesionalidad e inteligencia. Serena María Bayo. Por muchos años.
Azúa, Monzó, Montalbán... un cabaret literario
Hay veces en que a uno se le acumula el trabajo. Concluido el recital de María Bayo, pasada la medianoche, se iniciaba en una carpa cercana al castillo de Peralada un 'cabaret literario'. Félix de Azúa, Narcís Comadira, Manuel Vázquez Montalbán, Javier Tomeo, Quim Monzó, José Sanchis Sinisterra, David Trueba, Albert Boadella y Enrique Vila-Matas habían escrito por encargo del festival unos textos que los compositores Albert García Demestres, Alfonso Vilallonga y Xavier Albertí se encargaron de convertir en canciones. Luego vino el director de escena Mario Gas y, tras él, la soprano Uma Ysamat, las cantantes-actrices (o actrices-cantantes) Mónica López, Vicky Peña y Teresa Villacrosa y el pianista Emili Brugalla. Resultado: una curiosa velada de cabaret literario que acabó pasadas las dos de la madrugada.
Curiosa, en primer lugar, porque no estuvieron ahí los escritores para presenciar el estreno: el punto canalla que uno esperaba encontrar en el acontecimiento perdió mucho sin ellos. Sólo Javier Tomeo, el gran resistente aragonés, se acercó hasta Peralada, se supone que porque Cadaqués, donde tiene asentados sus reales veraniegos, no cae lejos.
Una velada curiosa por lo que tiene de inédita: Peralada sigue fiel a la idea de que un festival de verano está para experimentar, incluso a riesgo de equivocarse.
Y finalmente una velada curiosa por los resultados, desiguales aunque no desdeñables. Desde luego, si hay un género que se resiste a la interpretación española ese es el cabaret alemán, tanto como cabe suponer que se le resista la zarzuela a la interpretación germana.
Hubo de todo: desde desgarro nórdico (Félix de Azúa) hasta mordacidad irónica (Comadira), pasando por un homenaje al tango (Vázquez Montalbán), un himno al Prozac (Boadella), una sorprendente discusión entre María y el arcángel (Monzó), una balada del náufrago (Tomeo), una canción de amor (Sanchis Sinisterra), una canción de desamor (Trueba) e incluso un viaje muy lento (Vila-Matas, naturalmente). Interpretación simpática, pero con un golpe de tijera el espectáculo ganaría.
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