El refinamiento de Lutoslawski en Edimburgo
La grandiosidad del 'Te Deum', de Berlioz, inaugura el festival
Un público distinto al del Fringe, más formal, menos joven, llenaba hasta los topes el coqueto Usher Hall, esa sala que, dicen, enamora de inmediato a quien toca en ella y que, a quien escucha, le parece como una vieja dama de buen ver. Una de las músicas más refinadas del siglo XX y los fastos de la Francia de Napoleón III se unían en el programa de apertura del Festival Internacional de Edimburgo: el Concierto para orquesta, de Lutoslawski, y el Te Deum, de Berlioz, por la Orquesta Philharmonia con su titular, Christoph von Dohnányi, al frente. Tres coros -el del Festival de Edimburgo, el Filarmónico de Praga y el de niños de la Real Orquesta Nacional de Escocia-, un tenor con más valor que El Guerra, una orquesta bien nutrida y un órgano que trabaja de lo lindo le sirven a Berlioz para construir la que quizá sea la más floja de sus grandes obras sinfónico-corales, armada con retales de otras partituras, pero también con esos momentos de genialidad orquestadora que le hacen tan suyo. Escrita para el templo, su reducción a la sala de conciertos le priva de ese aspecto espacial que redondea un mensaje que es también el de la grandeza del Estado que sostiene a la religión institucional. Mientras Napoleón III no quiso saber nada, Berlioz decía de su Te Deum lo que Heine había dicho de él como compositor: 'Colosal, babilónico, ninivita'. Christoph von Dohnányi, siempre tan capaz, siempre tan controlado, siempre tan decidido a calentar pero nunca a quemarse, hizo muy bien de sí mismo, le faltó tal vez remansarse donde procedía, pero hay que reconocer que las ocasiones son pocas. Al tenor Donald Kaasch hay que agradecerle, de entrada, que aceptara cantar una parte tan incómoda como la suya, con una tesitura inmisericorde y unas dinámicas que requieren algo más que arrestos. Experto en Berlioz, resolvió la papeleta con mucho más que aseo. Estuvo valiente, pero también fino.
El Concierto para orquesta, de Lutoslawski, es una página maestra por más que a su autor le gustara más por ser capaz de mantenerse fresca con el paso del tiempo -se estrenó en 1954, es decir, 40 años antes de la muerte de aquel- que por la calidad que encierra. Menos abrochada, menos redonda que su homónima bartokiana -a la que rinde homenaje, como a Shostakovich con unos cuantos guiños-, es una música extraordinariamente cuidada, de líneas muy claras, que une al despliegue virtuosístico de la gran formación sinfónica el trabajo en la forma en sí. La Philharmonia -con el español Jaime Martín como maravilloso primer flauta- estuvo simplemente espléndida, trabajando la obra con la naturalidad de quien sabe que se encuentra en plena forma. Con un maestro como Von Dohnányi -más un técnico que un artista-, la estupenda orquesta londinense ha recuperado, aparentemente, esa confianza que a veces le faltara con Sinopoli -más un artista que un técnico-.
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