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El caso del gato Simbotas / 8 | INTRIGA EN LA MONCLOA

Operación Tiffany's

40 En todas las entradas de Madrid hay una enorme valla publicitaria que muestra al alcalde José María Álvarez del Manzano sonriente junto a una leyenda: 'Madrileños: sé que me odiáis. Es mutuo'. En su verano de despedida, el alcalde se estaba empleando a fondo: no había calle por abrir. Ya se habían dado casos de batallas entre empleados de constructoras, porque alguna no había tapado su zanja a tiempo de que otra la abriera. Manzano había intentado pactar con municipios vecinos la exportación de apertura de zanjas, 'un producto tan nuestro', había declarado. Pero no había colado. Y aunque hubiera colado, no hubiera servido de nada, porque los camiones de las constructoras jamás hubieran podido llegar a los municipios del extrarradio, dado que las carreteras están permanentemente colapsadas, hasta el punto que los niños estudian en las escuelas que una ardilla puede circunvalar Madrid varias veces sin tocar el suelo, apoyándose en el capó de los coches atascados.

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-La Trini ya se ha comido a Manzano sólo con presentarse -Caldera me dio otro codazo en las costillas-. Y se comerá a Gallardín. Es una monstrua.

Al parecer, el PSOE se había convertido en la familia Adams. Caldera lo entendió a la segunda: anda, qué gracia, claro, con tanto monstruo, ja ja...

No tuvo tiempo de completar la risa, porque el coche cayó en una zanja secreta, otra de las innovaciones del alcalde: abrir zanjas y, además de no señalizarlas, cubrirlas con papel. Con el estrépito se disparaba el mecanismo de un muñequito de Álvarez del Manzano reglamentariamente acompañado de su esposa, como una pareja de tarta de novios que al unísono decía desde el interior del socavón: 'Mala suerte; amigo; haber votado a otro'.

-Venga, salgamos antes de que explote -se apresuraba Caldera.

-Tranquilo, tranquilo, no pierda la calma -intenté sosegarle.

-No, si lo que explota es la zanja -ya trepábamos, a punto de alcanzar el asfalto-. Vamos. Por fortuna no hemos caído muy lejos.

41 A la sede central del PSOE en la calle Ferraz de Madrid le sucede lo que a la casa de Poltergeist: demasiados espíritus flotan en el ambiente. Al cruzar la puerta es inevitable sentir un escalofrío; un crujido en los ascensores sugiere entrechocar de cadenas; la queja de una bisagra mal engrasada invita a vigilar la espalda.

-Le presento a Pepe Blanco -extendió su mano Jesús Caldera para acortar la distancia que me separaba del secretario de organización socialista-. Un monstruo.

-Encantado -dijo Blanco, sin mirar a Caldera ni ofrecer pista alguna sobre si tomaba el calificativo como un elogio o un desdén, aunque ese detalle enseguida careció de importancia. Todo dejó de tener importancia en un instante, porque se abrió una puerta, un rayito de luz se deslizó en la habitación y, con unas dulces notas de arpa adornando su paso, entró en la estancia José Luis Rodríguez Zapatero.

-¿Qué le parece? ¿Eh? -se entusiasmó Caldera-. Aquí, Pepiño ha mandado instalar un dispositivo en las bisagras para que cuando se abra la puerta de José Luis suene una música celestial.

-........................................... -dijo Zapatero.

-Claro que sí -le secundó Caldera, riendo-. Es un monstruo. ¿Es un monstruo o no es un monstruo José Luis?

Me guiñaba ojos Caldera, no sé si para que le siguiera la corriente o para mostrarme complicidad con el chiste de la familia Adams. Blanco no conseguía disimular su embarazo. El mío no era menor: aquello era lo más inquietante que me había sucedido jamás. Zapatero no era mudo, ni hablaba con silencios, como se decía de Gary Cooper. Tampoco era que no dijera nada, como se dice a veces de los políticos. Sucedía que su discurso, de tan blanco, no se materializaba.

-................................................... -comentó Zapatero en una larga parrafada. Blanco y Caldera se sentaron. Yo les imité, con algo de retraso.

-Yo ya le he trasladado un poco lo que pensamos, jefe -terció Caldera-, pero se trata de que tú, como monstruo que eres, le plantees un poco cómo vemos nosotros este asunto del gato Simbotas, porque la opinión del primer partido de la oposición es importante en una democracia seria. Ya que el Gobierno nos chulea, por lo menos que este señor nos escuche, ¿no? No crea que vamos buscando ciudadanos que pongan la oreja, ¿eh? Su caso es un privilegio, amigo.

Aproveché el privilegio y el peculiar código de comunicación de José Luis Rodríguez Zapatero para abstraerme. Fue una abstracción muy poco original: mi pensamiento volaba hacia Mayte con el pelo suelto hasta la cintura y derramándome besos en el cuello.

-Confío en que pueda usted hacer algo por nosotros -irrumpió en mi mala conciencia Pepe Blanco.

Yo no sabía si se refería a lo que no había dicho Zapatero o a lo que había dicho. Tampoco entendí nada de dinero. Me despedí con vagas promesas de consultar con un especialista. Urgían horas de sueño.

42 - Oye, Pablo, ¿tú que sabes de pájaros que pierden la voz?

-Regular, y en este momento menos.

-¿Y eso?

-Porque estoy en la playa de Taormina poniéndome ciego a pizza. Estamos en agosto. Yo hago vacaciones, ¿sabes?

-Perdona. Lo siento.

-No, nada. Dime qué quieres. En realidad estoy hasta las narices de Taormina, de vacaciones, de Sicilia y de pizza. Por eso tengo el móvil conectado.

-Me han encargado que trate a un político que tiene un discurso tan blanco que no se ve.

-Oye, ¿has vuelto a beber?

-Nunca dije que fuera a dejarlo.

-¿Me estás hablando en serio?

-No sé, me sonaba que me has tenido casos parecidos.

-Yo he tratado periquitos estresados que han dejado de cantar, pero políticos que no dicen nada...

-Si no es que no diga nada. Es que molesta poco.

-¿Y qué tiene de malo?

-Demasiado blanco. No materializa. ¿Tú qué hacías con los periquitos estresados?

-Cantarles, ponerles al sol, alimentarles bien, acariciarles. Los periquitos agradecen mucho que se les acaricie la nuca.

-No me veo acariciando la nuca de Zapatero.

-¿Es Zapatero? ¿Por qué no vas a ver a Alfonso Guerra?

-¿Ése de qué sabe?

-Ni idea, pero daba caña a todo Dios, ¿no?

-No sé, ya veré. Te tengo que dejar. He quedado con Mayte, Juanma y con un tipo misterioso que he conocido en un bar. Tenemos que ir a asaltar la Moncloa para profanar la tumba de un gato.

-Oye, Paco.

-Dime.

-¿Me estoy perdiendo algo?

43 A las nueve y media de la noche estábamos en la puerta principal de la Moncloa, aguardando tras la barrera de seguridad. El policía nacional comprobó desde la garita que la matrícula del coche de Juanma no figuraba entre las visitas autorizadas. Puse en marcha el plan del señor Esquina: golpeé con los nudillos el cartón blanco colocado en el salpicadero. Como buen español, el policía interpretó que éramos mandamases con privilegios especiales y nos abrió la barrera. Lo mismo sucedió en el siguiente control. La operación Tifanny's había sido un éxito.

-Os lo dije -se regodeó Esquina en su victoria-. Nunca falla.

El jardín del Palacio estaba a nuestra disposición. Doce mil metros cuadrados, al cuidado de Rodrigo Rato durante el mes de agosto por encargo del Presidente.

-Los gatos necesitan saber que el territorio que habitan les pertenece -discurseé a mis compañeros de expedición, tal vez influido por el recuerdo de los coñazos de Aznar-. Son, más que patriotas, de un nacionalismo trasnochado: no les entusiasma desplazarse. Su territorio les da seguridad. Por lo tanto, lo lógico es que Simbotas fuera enterrado cerca de donde murió.

-Eso sería lógico -me replicó Esquina- si el gato se hubiera autoenterrado.

La desventaja de no ser Presidente del Gobierno es que la gente te lleva la contraria y te deja en evidencia cuando quieres vender una moto.

-Digo yo que no habrán tenido mal corazón y habrán respetado el deseo de Simbotas.

-¿Quieres decir -se asombró en falsete Juanma- que no sabes dónde está enterrado?

-Cuanto antes empecemos a cavar, mejor -zanjé sus dudas sobre mi liderazgo escupiéndome las palmas de las manos como si alguna vez en mi vida hubiera empuñado un pico.

Mañana, noveno capítulo: Código marrón

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