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Placeres | GENTE
Columna
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Tradición y modernidad

Después de comer en varios restaurantes de Tokio, una de las reflexiones que nos hicimos fue lo difícil que es para un occidental diferenciar entre cocina moderna y cocina tradicional japonesa. Nuestro viaje a Kioto nos lo confirmó. Kioto es una ciudad maravillosa que vale la pena visitar en un recorrido por Japón, ya que el barrio antiguo es una maravilla y el mercado es de una belleza y sensibilidad únicas. Al mediodía fuimos a un restaurante, el Nakahigashi, donde cinco cocineros trabajaban para ocho personas. Lo hacían en la barra y el lugar era maravilloso. Nos dijeron que allí íbamos a probar la verdadera cocina tradicional de Kioto. Empezaron a traernos platos que nosotros consideramos, estética y conceptualmente, modernos. Nuestros acompañantes, sin embargo, decían que eran tradicionales, aunque la verdad es que algunos no parecían estar muy convencidos. Esto nos hizo pensar que, incluso para los japoneses, la barrera entre tradición y modernidad es confusa.

Visitamos una tienda de tés donde los más escogidos pueden llegar a costar hasta 2.000 euros el kilo

El cocinero del Nakahigashi era muy amigo de Michel Bras (el maravilloso cocinero francés de Laguiole) y compartía con él su pasión por los productos silvestres. Allí degustamos hierbas y flores que nunca habíamos probado. Cuando empezó el menú, nos trajeron platos muy originales: una sopa de miso blanco con hierbas; pelaya asada al carbón en la que se traían por separado la cabeza, los lomos, las huevas y unas espinas muy crujientes; sitake al wasabi y jengibre. Todos estaban hechos con gran delicadeza y sensibilidad, pero hubo unos platos que nos hicieron reflexionar sobre lo raro y lo no raro y sobre la cultura gastronómica específica de cada país. El primero de ellos fue un sushi original; es decir, como se solía hacer desde hace 200 años. El sushi no se ha servido siempre con pescado crudo, sino que anteriormente se hacía con pescado fermentado, en este caso caballa, y así fue como nos lo dieron. Sin embargo, hasta para unas personas como nosotros, totalmente abiertas a los nuevos sabores, el sabor del pescado fermentado era tan fuerte que superaba nuestra capacidad de asimilación. También nos sirvieron un carpaccio (cortado en trozos gruesos) de ciervo sazonado, con su corazón y su hígado crudo, que nos hizo reflexionar a fondo sobre lo raro o lo no raro. Técnicamente, los platos eran perfectos, y el producto, impecable. Lo que pasa es que, por muy abierto que uno sea, su cultura gastronómica hace que tenga unos límites. Ello no impide que en el Nakahigashi hiciéramos una de las comidas más interesantes de nuestra vida profesional.

Por la tarde fuimos al centro de Kioto a visitar una fábrica de yuba, un preparado que se hace a partir de la leche de soja. Al hervirla se forma una especie de nata (como la de la leche), y ésta, que se sirve fresca o seca, es uno de los principales productos de la cocina japonesa. Después fuimos a un salón de té, que en Japón son lugares con una magia especial. En el local había varios apartados. En un momento dado, una japonesa ataviada con un maravilloso traje tradicional iniciaba la ceremonia del té, que dura cinco minutos. Toda la ceremonia rezuma sensibilidad, y probamos un té extraordinario, de un color verde mate y de textura ligeramente cremosa. Dos horas más tarde visitamos una tienda especializada en tés, que en Japón son algo increíble. Allí hay tés de muchas clases; los más escogidos pueden llegar a costar hasta 2.000 euros el kilo. Luego visitamos el centro de Kioto, donde las casas tradicionales, muchas de ellas de madera, hacen que sea un barrio único.

(Con la colaboración de Xavier Moret).

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