Santa Pola, en la televisión
Los santapoleros prefieren no ser visitados ni vistos, a pesar del mucho turismo, y ahora salen hasta en la pequeña pantalla
Para los ilicitanos como yo, Santa Pola ha representado el paraíso de Elche. Y esto, aunque parezca mentira, no les ha gustado nunca a los santapoleros. Los santapoleros nos llamaron siempre a los ilicitanos 'pavos', porque nos veían ir y venir gregariamente y nosotros a ellos les llamamos '¡bogueta puenta!' ('¡boga podrida!') por menospreciarles y hacer alusión a un plato envidiable de boga con tomate y pimientos fritos que nunca supieron preparar igual en ninguna otra parte. Santapoleros e ilicitanos se odiaban tanto que no había verano en que no resultara algún niño descalabrado en sus peleas con piedras. Ellos han tirado para Alicante y el Hércules de Alicante, y todavía les queda esa extraña desviación.
Las familias católicas de Elche la amaron porque era una playa tranquila y decente
Van menos a la mar, pero persiste la adherencia al oficio y la fe en la Virgen del Carmen
Con el mucho turismo que ha llegado a Santa Pola, los santapoleros siempre han seguido siendo muy marineros y, a la vez, muy suyos. Sus fiestas patronales se celebran la primera semana de septiembre con motivo de la Virgen de Loreto (de 'Lorito', dicen), y desde varios días antes empiezan a adornar y cortar las calles para instalar las barracas, pero, en el fondo, para espantar a los veraneantes. No se conoce en los alrededores mediterráneos un pueblo con menos espíritu de servicio al sector turístico, aunque luego, en la práctica, se porten con suficiente corrección. Obtienen importantes ingresos del turismo, pero actúan como si se hallaran por encima de esta subordinación. Santa Pola ha sido y acaso siga siéndolo el puerto pesquero más importante del Levante, y no han perdido esa identidad. No importa cuántos madrileños llegaran y cuantos adosados hayan transformado la naturaleza de la ciudad.
Santa Pola multiplica por diez los veinte mil habitantes del invierno, pero se tiene la sensación de que esa riqueza les pesa más que les halaga. Cuando todos los pueblos del norte de Alicante disponían de varias discotecas a mediados de los sesenta, en Santa Pola sólo el restaurante Batiste tenía una terraza donde íbamos a bailar. Nos llevaban los padres a comer un gran caldero algún día señalado, y los demás días sin falta íbamos a bailar el twist. Había otro lugar, la terraza del Casino, donde se celebraban verbenas y se elegía a Miss Turismo, pero el punto moderno de Santa Pola no estaba allí. En realidad, creo que Santa Pola fue el último punto del litoral mediterráneo español donde se vio un top less. La llegada del biquini costó mucho, pero el top less todavía sigue provocando la atención.
Las familias católicas de Elche amaron Santa Pola porque era una playa tranquila, decente y familiar. Y porque la creían 'suya', lo que enconó siempre a los santapoleros que, por otra parte, no se bañaban nunca en el mar. En Santa Pola para que el agua te llegue al cuello hay que caminar cien metros en la playa de Levante, y ciento cincuenta en la playa de Poniente. Una de las zonas más concurridas actualmente lleva el nombre de Playa Lisa, y a veces lo escriben Playa Lissa, con dos eses, para dar mayor idea de llanura. Por eso se ahogan tan pocos. Los ahogados siempre se registraban en Guardamar, donde hay olas hasta de medio metro. En consonancia con esta bonanza, el agua está también templada ('caldo' dicen los del norte), y a menudo a primera hora de la mañana es una bruñida lámina de plata. Una felicidad casi insuperable es hacer algún deporte hasta llegar a sudar y después, a eso de las nueve de la mañana, zambullirse sobre esa infinita divinidad.
Pero quienes no desean moverse, Santa Pola ofrece algunas terrazas, no muy sosegadas, la verdad, donde el café Laico sirve el mejor mantecado del mundo y Juande unas tostadas de alta competición. No hay mucho que hacer en Santa Pola, porque siguiendo la idiosincrasia faltan las atracciones más perversas que ejemplarizó Benidorm, tenido por el Sodoma y Gomorra alicantino. En Santa Pola no han faltado sitios golfos que incluso han cerrado repetidamente las autoridades, pero no puede compararse al vicio que hay en un Calpe, ni a la sofisticación cultural de Altea. La arquitectura indica bien claro que se trata de una concentración de veraneantes obreros en su mayoría, y sólo ciertos chalés en Santa Pola del Este reflejan la riqueza de los grandes fabricantes ilicitanos de calzado. Chalés en primera línea, con piscina y altas palmeras que deben haber rebasado el precio de los 250 millones. Tener un buen chalé en Santa Pola es inexcusable para un ilicitano con dinero. Y con frecuencia, los más ricos poseen una residencia en la playa y otra, todavía mucho mayor, en la carretera, a cinco o seis kilómetros de distancia.
Pero los santapoleros van a lo suyo, se trate de ilicitanos, vascos o madrileños quienes atesten su localidad. Efectivamente van mucho menos a la mar y a caladeros remotos, pero persiste la adherencia al oficio y la fe en la Virgen del Carmen. Por eso también pueden encontrase tan buenos salmonetes y langostinos y lubinas o 'gallinas' en el puerto donde se instalan los puestos con los peces aún vivos. En pleno agosto los precios son altos, pero la calidad los supera. Y lo mismo puede decirse de los salazones. Cuesta un poco ya encontrar una hueva de atún de clase superior, pero investigando se llega hasta el proveedor de culto que da a probar una limadura de la pieza como si ofreciera una raya de coca.
Antes había un cine de verano en Santa Pola, el Bahía, donde daba gusto ir, pero ahora se ha convertido en un solar ciego durante años. Como sustitución hay un cine que cuenta con los asientos más incómodos en la historia de la fabricación de la silla, de manera que el público pasa con la entrada en una mano y un cojín en la otra.
Si el veraneante se queda a las fiestas puede aumentar sus entretenimientos con la llegada de la vaca, que ha sido una costumbre muy arraigada. Ante la vaca, los marineros de antaño, vestidos con pantalón y camisa azul marino, mostraban una temeridad que prolongaba la bravura con la que habían afrontado las tempestades en sus travesías a Larache o Cabo Verde en busca del calamar. La pesca ha decrecido notablemente, pero no tanto los símbolos del santapolero, enrolado en las duras tareas del barco. Tengo un amigo, Juanito, El Chufa, que sólo se retiró de ese oficio cuando le cayeron cientos de kilos de hielo encima mientras trajinaba en la bodega, pero ha sido tan duro que desde entonces ha trabajado hasta en veinte empleos diferentes, desde gasolinero a vendedor de churros. En los últimos veranos cocinaba paellas en Tabarca, la isla que atrae irremediablemente si se veranea en Santa Pola. Tabarca pertenece a Alicante, pero a los alicantinos les coge más lejos y no la ven desde su costa. Desde Santa Pola, sin embargo, el estado de Tabarca, su color, su luz, sus contornos forman parte de la vida local.
Una vida que se ha transformado tumultuosamente desde los años sesenta, pero en la que observando un poco pueden catarse las sustancias de su intenso sabor marinero, su vocación antiturística a pesar del turismo, su amor y su temor a altamar, su deseo de que no pasara la historia. Casi todo parecía más feliz antes, fuera lo que fuera. En el puerto hay una escultura dedicada a los pescadores, en la que se representa a una mujer con un niño en brazos mirando a lontananza en espera del regreso de su esposo ausente durante meses y meses. Esa estampa que recoge el monumento era habitual cada año ante las fiestas de Lorito, cuando regresaban las barcas de madera desde las costas africanas y llenaban el puerto atracadas en triple fila. Ahora hay más hostelería y comercio, pero pervive el olor de la pesquera y también el valenciano áspero que caracteriza a sus habitantes, diferentes en tipología y carácter a todos los de la comunidad. Gentes que han debido ceder a los tiempos modernos como los demás, pero ellos siempre 'marmolando', a regañadientes, prefiriendo no ser visitados ni vistos. Y ahora, en cambio, salen por la televisión.
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