Viajes
La vida siempre ocurre en la mesa de al lado o detrás de la ventana, allí donde podemos mirarnos en el espejo de las conversaciones ajenas. Escribo esta columna en una habitación de hotel, mientras el sol cae sobre los pinares de El Escorial y la luz quema los tejados del monasterio. Hace calor, el aire acondicionado no funciona, tengo la ventana abierta, y me llega con claridad la conversación de dos profesores que comentan un curso de verano. No podía imaginarme que la biomedicina levantara tantas pasiones personales como la poesía. Quieren mucho al compañero que ha dado la conferencia de la mañana, pero repasan con absoluta objetividad los pozos de su ignorancia, las sombras de su vida privada y las razones que han motivado su inclusión en el programa. Quieren mucho a Paco, lo conocen de toda la vida, pero Paco ha dejado de estudiar hace tiempo, se portó muy mal con su primera mujer y parece poco fiable en los tribunales de oposiciones. Las palabras flotan en el aire, pasan junto a mi ventana y se disuelven en los abismos de la sierra. Supongo que los monasterios no se hacen para guardar silencio, sino para encerrar conversaciones. Son una jaula de palabras, un lugar en el que discutir sobre los destinos del mundo, sin el temor de que nuestras intenciones acaben en los oídos del espía. El poder siempre necesita decir unas palabras antes de empezar a hablar, y por eso construye edificios donde guardar sus sílabas.
Las terrazas de hotel y los chiringuitos de playa son lugares menos discretos. Confieso que me quedo colgado con mucha facilidad de las conversaciones ajenas, porque soy un curioso irredimible. La semana pasada, en el merendero de Punta Candor, en Rota, compartí una cerveza y una ración de puntillitas con una familia que hacía inventario sentimental en la mesa de al lado. Un hombre todavía joven, que llevaba sin salir a tomar copas desde antes de la feria de Sevilla, hablaba con su mujer y sus padres sobre las costumbres de sus dos hermanas. Quería mucho, mucho, a su hermana Mari Carmen, pero le dolía que ella y su marido fuesen tan desconsiderados a la hora de dejar a sus hijos en casa de los abuelos para salir los viernes por la noche o irse, y esto es el colmo, una semana de vacaciones a San Sebastián. Los abuelos no debían volver a quedarse con los hijos de Mari Carmen. Como tampoco debían permitir que Rosita se metiera en la casa de Chipiona, con el marido y los niños, dispuesta a pasar un mes entero, y sin poner un duro, porque parece incapaz de comprar unos pasteles para la comida de los domingos. Quiere mucho a su hermana Rosita, pero debe admitir que en algunas cosas no tiene vergüenza. Las palabras flotan, pasan junto a mis oídos y se disuelven en el azul del mar, que es el gran monasterio de los paseantes y de los solitarios sin fe. El mar lava las palabras, las viste de espuma y las devuelve a la orilla, igual que caracolas sin rencor. Así podemos seguir hablándonos un año más, a pesar de querernos mucho. Aunque salgamos de viaje y crucemos miles de fronteras, la vida siempre ocurre en la mesa de al lado. Un espejo en el que nos miramos con los oídos. Ser buena persona resulta más fácil cuando no se quiere demasiado a nadie.
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