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Columna
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Transición democrática

Los partidos políticos son instituciones constitutivamente facciosas. Y lo son por necesidad, porque no pueden no serlo. La competición interna por la conquista del poder es la condición inexcusable para que un partido pueda competir con los demás en la conquista del poder del Estado. La competitividad intrapartidaria es la garantía de la competitividad interpartidaria. De ahí que no haya ninguna institución de una sociedad democrática que sea internamente tan competitiva como lo es el partido político y de ahí también que la lucha por la conquista del poder en el interior del partido no sea menos intensa que la lucha interpartidaria para conquistar el poder en el Estado.

Un partido político tiene que aprender, en consecuencia, a manejar la lucha por el poder en el interior del partido al mismo tiempo que tiene que manejar la lucha por el poder en el exterior. Si no sabe hacer las dos cosas simultáneamente, se va a encontrar con dificultades.

El PP tiene que aprender a manejar su pluralidad interna y a resolver los conflictos que inevitablemente se van a producir. Si no, va a tener que pasar por una crisis muy intensa

El PP parecía ser la excepción a esta regla. Tanto bajo la dirección de Manuel Fraga, cuando se denominaba AP, como después de la refundación como PP bajo el liderazgo de José María Aznar, el partido de la derecha española parecía haber suprimido la competición interna y se presentaba aparentemente ante los ciudadanos como un bloque homogéneo, sin fisuras, en el que la autoridad se proyectaba de arriba a abajo con una eficacia extraordinaria. El propio acto (re)fundacional del PP en el Congreso de Sevilla, en el que Manuel Fraga rompió publicamente la carta de dimisión sin fecha que José María Aznar le había enviado, escenificó de manera insuperable esa imagen de partido fuertemente jerarquizado, en el que la autoridad del presidente resulta indiscutible. Si antes era la de Manuel Fraga, ahora sería la de José María Aznar.

La confirmación de la retirada de José María Aznar ha puesto fin a esta situación excepcional. El PP va camino de convertirse en un partido como los demás, esto es, como un partido en el que se hace visible la competición interna por la conquista del poder. El enfrentamiento entre Francisco Alvárez Cascos y Javier Arenas hace un par de semanas ha sido la primera de las señales de que el PP se normaliza, pero no va a ser la última. A medida que se aproxime el momento en que se tenga que tomar la decisión de designar al sustituto de José María Aznar, aumentará la tensión y se multiplicarán los enfrentamientos internos. Si la mera designación del candidato a la alcaldía de Madrid dio origen al efrentamiento Cascos-Arenas, ¿a qué no dará lugar la designación del candidato a la presidencia del Gobierno?

Esto no es una mala señal. Al contrario. Las circunstancias en las que han ejercido el poder Manuel Fraga en AP y José María Aznar en el momento de inicial puesta en marcha del PP son irrepetibles. En esa fase inicial, tras la desaparición de la UCD y la situación de orfandad en que quedó el centro-derecha español frente a la impresionante hegemonía socialista, era casi imprescindible para iniciar la 'reconquista' que el partido se organizara internamente como lo hizo. Pero una vez normalizada su presencia como partido de gobierno en la sociedad española, esa manera de organizarse internamente no puede mantenerse. Empieza a ser disfuncional. El PP tiene que aprender a manejar su pluralidad interna y a resolver civilizadamente los conflictos que inevitablemente se van a producir. Si no aprende a hacerlo, va a tener que pasar por una crisis muy intensa.

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El aprendizaje no es fácil. Y menos en un Estado políticamente descentralizado como el nuestro, en el que junto al sistema político español existen diecisiete susbsistemas políticos autonómicos y un sistema municipal amplísimo, en el que hay varias decenas de ciudades en las que es mucho el poder que está en juego. El potencial conflictivo es enorme. Los conflictos por el poder interno en un sitio se vinculan inexorablemente con los conflictos por el poder en otros y el de todos con el conflicto por el poder central. Manejar esta complejidad es extraordianriamente difícil.

El PP está empezando a aprenderlo en toda España en general, pero en Andalucía en particular, que es donde se le están acumulando más problemas. El conflicto en la organización provincial de Córdoba ha sido el más importante de todos los que se han producido en el PP en España. Y la forma de resolverlo ha puesto de manifiesto el camino que todavía le queda por recorrer a dicho partido para normalizarse como partido democrático. En las próximas elecciones municipales comprobará el coste de haber actuado de la forma en que lo ha hecho.

Pero no solamente en Córdoba se le han planteado al PP problemas. También tiene abiertos frentes en Almería, en Granada, en Algeciras y en muchos otros sitios en nuestra comunidad. Por no hablar del problema del candidato a la presidencia de la Junta de Andalucía. Esta va a ser la norma todavía más en el futuro. Esto es lo que ocurre en todos los partidos democráticos del mundo, sean de derechas o de izquierda.

El PP es un partido muy joven, que está pasando de la adolescencia a la edad adulta. Y tiene que aprender a comportarse como un partido adulto y a manejar los conflictos que son insoslayables en la vida política normalizada de una sociedad democrática adulta. La transición le está costando, pero tendrá que hacerla. Todas las transiciones democráticas cuestan. Las internas también.

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