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Woody Allen como excusa

Tengo que reconocer que algo de culpa me corresponde por confesar públicamente mi afición a la música de Wagner. El caso es que ello le ha permitido a García-Margallo extraer conclusiones, valiéndose, como quien no quiere la cosa, de una boutade de Woody Allen acerca de las irrefrenables ganas de invadir Polonia que le entran cuando oye la música del maestro de Leipzig y, ya metido en faena, se desliza hacia lecciones ideológicas sobre el inevitable triunfo de la opción conservadora, actuando algo así como el machadiano hombre del casino provinciano cuando auguraba que volverían los liberales 'cual torna la cigüeña al campanario'.

No soy hombre de campo, pues soy un ejemplar químicamente puro de urbanita militante, pero quien sabe de estas cosas me ha asegurado que las cigüeñas ya no vuelven a los campanarios por la sencilla razón de que ya no se marchan. Y, aunque sea al precio de dejar mal al bueno de Machado, eso me reafirma en mi idea de que no hay nada inmutable ni verdades absolutas, y mucho menos aquellas que Margallo nos transmite como dogmas que vienen a resumirse, y perdón por la simplificación, en algo así como que solamente quien participe de las tesis conservadoras se halla en posesión de la verdad. Como es un madridista confeso no le molestará que le recuerde que su actitud es como la de los hinchas del equipo blanco que piensan que solamente se puede ser o madridista o envidioso. Pues para él parece que solamente su puede ser o conservador o estar en el error.

Ciertamente en estos días de verano mis ganas de entrar en debates ideológicos se encuentran francamente disminuidas, por lo que no sé bien si dedicar mis esfuerzos a defender a Wagner o bien a discutir sobre opciones políticas. En la duda intentaré ambas cosas no porque no sea de natural pacífico, como hasta el propio Margallo me reconoce, sino porque siempre siento un irrefrenable impulso a defender las cosas en las que creo. Y así como siento pasión por la música wagneriana, estoy convencido que no hay mayor falacia que la de aquellos que sostienen que la globalización nos lleva a la desaparición del Estado de Bienestar.

Nadie puede negar que Wagner era un romántico, y, naturalmente, nacionalista alemán. Pero en cualquier caso no menos romántico ni menos nacionalista que Verdi, aunque, en este caso, se le perdone más porque el nacionalismo verdiano estaba ligado al Risorgimento italiano mientras que el nacionalismo alemán siempre produce mayor preocupación. Y con toda la razón. Pero se exagera mucho sobre el contenido ideológico de las óperas de Wagner, que pueden resultar pretenciosas pero en las que es difícil encontrar mensajes que justifiquen las ganas de invadir Polonia. Curiosamente uno de esos pocos mensajes se encuentra en la única obra que no es cómica. Me refiero a Los Maestros Cantores en cuya escena última se canta aquello de '¡duros golpes nos amenazan si se desmoronan el pueblo alemán y el Imperio bajo una majestad falsa y extranjera!'. Pero fuera de esa escena resulta difícil encontrar pasajes en los que fundamentar la fama de nazi que arrastra el pobre don Ricardo. A no ser por la predilección que Hitler sentía por él. Pero eso no lo descalifica, de la misma forma que el hecho de que a Zaplana le guste la poesía de Miguel Hernández no convierte en conservador al poeta de Orihuela. O que Aznar sienta predilección por un adagio de Albinoni -¡Dios mío, que gran cultura musical la suya!- no descalifica toda la música barroca.

Pues bien, de la misma manera que las generalizaciones son vanas, máxime cuando se convierten en lugares comunes, mantener la existencia de verdades absolutas resulta equivocado, y sobre todo denota una actitud de desprecio hacia el discrepante que resulta, cuanto menos, preocupante. Pero sobre todo resultan curiosas ciertas coincidencias. Quien piensa que la desaparición de las barreras en el comercio internacional, la libre circulación de capitales, en suma todo aquellos que ha venido a ser denominado como el fenómeno de la globalización, impiden políticas progresistas de protección o el incremento del gasto social, puede desembocar en una de estas dos posiciones: o en oponerse al proceso como hacen todos los militantes del movimiento anti-globalización, o en considerar, como hace Margallo, que la única política compatible con la globalización es la política conservadora. Frente a una y otra postura se encuentra la de aquéllos que piensan, entre los cuales me encuentro, que la liberalización del comercio tiene efectos positivos, pero como cualquier otro fenómeno, precisa de elementos correctores, y sobre todo que son posibles políticas que asuman cuanto de positivo tiene la globalización en orden al incremento de la generación de riqueza, pero al mismo tiempo mantengan la orientación de la política de gasto hacia el bienestar de los ciudadanos, particularmente de aquéllos a quienes la ausencia de tales políticas conduciría a la exclusión. Por lo tanto, decir que el gasto social no es productivo y conduce a la pérdida de competitividad resulta simplemente un ropaje que trata de cubrir las vergüenzas de un pensamiento marcadamente conservador.

Y no se nos diga que defender la existencia de elementos correctores a ciertos efectos perniciosos de la globalización supone una nueva forma de intervencionismo, porque, al final de la historia, todos defendemos ciertas formas de intervención del Estado. La diferencia consiste en el destinatario de las políticas de intervención. Porque no hay que confundir las políticas de liberalización con un teórico laissez-faire que si alguien predica, desde luego nadie practica. Y la política de liberalización no supone la desaparición de la intervención del Estado, por ejemplo para asegurar la libre competencia, sostener el medio ambiente o evitar la exclusión social. Por cierto que en materia de liberalización muy poca credibilidad puede tener el Partido Popular cuando en primer lugar se dedicó a privatizar sin liberalizar -desoyendo las fundadas opiniones que defendían que había que liberalizar antes que privatizar- para, después, liberalizar sin introducir competencia, es decir consolidando grupos oligopólicos, a cuyo frente, para mayor inri, ponían a gestores de su obediencia. Y eso para no hablar de cuanto ocurre en nuestra tierra, en la que el sector público crece de forma sistemática, y además se dedica a dilapidar el dinero de los ciudadanos en aventuras tan productivas como la de construir toboganes y túneles de la risa. O bien para no recordar cuál acostumbra a ser el voto de los diputados populares españoles en el Parlamento Europeo ante ciertas propuestas liberalizadores del comisario Monti.

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En definitiva, que el llamado pensamiento único, en el supuesto que fuera pensamiento, en ningún caso sería único. Porque caben alternativas, y frente a la moral de la eficacia, cabe la ética de la justicia, que no tiene por qué suponer ineficacia. Y se puede defender la liberalización, y al tiempo defender políticas sociales. Y difícilmente se puede defender la liberalización y simultáneamente consolidar oligopolios que se dedican a abusar de los ciudadanos consumidores. Porque, aunque nos lo quieran negar, todavía se puede ser progresista. Y si se me apura no sólo se puede sino que se debe.

Luis Berenguer es eurodiputado socialista.

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