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PP-CiU: de devaneos estivales

Entrando ya en la recta final de julio, entenderán que este artículo contenga alguna evocación veraniega. Muchos recordarán un fenómeno que, hasta hace poco, se daba regularmente en las poblaciones con gran afluencia turística: una elevada tasa de ruptura de noviazgos en los inicios del verano y una igualmente elevada tasa de reconciliaciones una vez finalizado el periodo estival.

En efecto, eran muchas las parejas que, empezado el mes de julio, añoraban la libertad que da la soltería, en paralelo a la llegada de contingentes de turistas amantes de disfrutar con intensidad los ardores del verano. Por ello, algunas parejas entradas en compromisos pero faltas de pasión rompían por unas semanas y en septiembre, tras los fastos estivales, reanudaban sus compromisos y, por tanto, su relación de pareja. Esta conducta llegó a tener tanta regularidad que, generalmente, se llegó a comprender que los novios no rompían en realidad, sólo suspendían temporalmente su relación para dar rienda suelta a sus pasiones. Y después, cada oveja con su pareja.

Las tensiones estivales entre CiU y el PP no son más que el prólogo de una reconciliación anunciada

Este esquema permite entender el actual ritual de distanciamiento entre CiU y el PP. Verán: las elecciones -con sus largas campañas preelectorales- son el verano de la política, la época caliente de pasiones y arrebatos desatados. Pues bien, 2003 viene cargado de elecciones, municipales primero y autonómicas después, y los noviazgos de compromiso empiezan a mostrar señales de hartazgo y deseos de recuperar la libertad perdida.

Nada nuevo bajo el sol. Revisen la hemeroteca de cualquier medio de comunicación en 1998, año en que se inició la última larga precampaña electoral. Como ahora, frases del tipo 'la falta de respeto a nuestra identidad puede ser motivo de ruptura con el PP' (Jordi Pujol) ya poblaban los titulares. Pero pasaron las autonómicas de 1999 y los novios se impusieron de nuevo la cordura. Doña Marta Ferrusola, esposa del actual presidente de la Generalitat, lo explicó mejor que nadie. Cuando, tras las elecciones, en Convergència Democràtica comenzó a suscitarse un leve debate sobre la disyuntiva entre pactar con ERC o con el PP, la señora Ferrusola sentenció de modo inapelable: el corazón nos pide una cosa, pero la cabeza nos exige hacer otra. Es decir, reanudar el noviazgo con el PP.

Y es que intereses había unos cuantos, por ambas partes. Para CiU, con la precariedad de su mayoría parlamentaria, la ocasión de poder gozar de estabilidad con un socio que no exigiría contrapartidas en Cataluña, sino en la política española. Para el PP, se trataba de asegurar primero el apoyo de CiU en la recta final de la anterior legislatura y, en su nueva situación de mayoría absoluta tras las elecciones generales de 2000, garantizarse compañía y, por tanto, respetabilidad.

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Las contrapartidas pagadas por CiU en la política española han sido importantes. Apoyó la investidura de Aznar, aunque todos los elementos básicos de su política autonómica -neocentralista- y de su política de infraestructuras -radial y monocéntrica- ya estaban presentes en su propio discurso de investidura. CiU ha apoyado todos los Presupuestos Generales del Estado, aunque desde 2000 la parte de la inversión estatal que pagamos nosotros con billetes y tasas no para de crecer, mientras que la efectivamente pagada por la caja del Estado no para de disminuir. CiU apoyó en las Cortes Generales el Plan Hidrológico Nacional, cuyo megatrasvase del Ebro es una agresión verdadera y tangible a Cataluña. A una Cataluña que también lo es, aunque desde el Gobierno de la Generalitat se haya visto siempre la periferia meridional como una especie de patio trasero del país que simplemente había que administrar. En fin, para qué seguir.

Ante la cercanía de nuevas elecciones, el ritual del distanciamiento se ha puesto de nuevo en marcha. Pero sin la aparente convicción de anteriores ocasiones, como ha mostrado la actitud de CiU en el debate de política general en el Congreso de los Diputados. Algunos dicen que ahora se da un factor nuevo y singular: Jordi Pujol no quiere pasar a la historia como un presidente entregado a una derecha española que se está mostrando tan nacionalista como realmente es. Esto es cierto. Pero también lo es que Pujol se siente atenazado por el miedo a un final político similar al de Helmut Kohl. Y la duda ante este dilema ha bloqueado su iniciativa y la de todo su Gobierno.

Por otra parte, a sus sucesores en CiU, Mas y Duran, la forma en que Pujol entre en la historia catalana del siglo pasado no es lo que más les preocupa. Por supuesto, les preocupa mucho más cómo se situarán ellos mismos en la historia del nuevo siglo. Y los escenarios del futuro están bastante definidos por lo que respecta a las dos joyas más grandes de la corona. Las perspectivas para CiU de acceder a la alcaldía de Barcelona o de continuar gobernando Cataluña tras las elecciones de 2003 parecen bastante remotas. Y de cualquier manera, de darse la oportunidad, en ambos casos se precisaría el concurso inevitable del PP.

Por esto, a pesar de las cuitas del corazón, las exigencias de la cabeza siguen estando donde las situó la señora Ferrusola. Y los devaneos estivales en la relación CiU-PP no son más que el prólogo de una reconciliación anunciada, otra más. Pero, y esto es lo más importante, ya a nadie le parecen muy serias esas rupturas de pareja al inicio del verano.

Germà Bel es profesor de Política Económica de la UB y diputado del PSC

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