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Columna
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Estoy por los suelos

No entiendes nada. Si puedes abrir los ojos, que no es un mal principio, miras a tu alrededor con cara de no entender casi nada, como es lógico. Tratas de hacer memoria.

Vamos a ver, yo ayer estaba en casa, ¿no?, sí claro, en mi cama, vale, algo va bien, algo funciona. Bueno, quizá no era exactamente ayer, pero era hace poco, ¿no?, o quizá el mes pasado, pero qué más da, piensas en un inesperado momento de lucidez, si lo que importa es saber dónde estoy ahora.

Dejas de mirar a tu alrededor, y te miras a tí mismo, y desgraciadamente, no es ninguna metáfora. Miras tus piernas, esas rodillas con souvenirs de las carreteras de medio mundo que te sumergen en tiempos remotos, en días en los que te sentiste como hoy.

Entre los gemelos o mejor dicho, entre lo que se adivina de ellos por debajo de la capa de linimento, sudor, y restos variados y adheridos aún por analizar, descubres rastros de sangre, indicios de lo evidente.

Sigues el rastro hasta que aparece tu carne en estado puro, sin piel que la proteja. La intensidad del color de la herida supurante te despierta, y comienzas a entender. Ordenas tus ideas rápidamente, así que mandas a tu cabeza mover la zona que sientes anestesiada, ese músculo que sientes adormecido.

Transcurren unas milésimas de tiempo que te hacen dudar seriamente, pero finalmente sientes el peso del hueso sobre la dañada articulación. Sientes, además, el dolor del movimiento que no esperabas poder hacer. Puedo moverme, piensas sorprendido, no debe ser muy grave, chapa y pintura, como se suele decir.

Así que te levantas, buscas la maltrecha bicicleta, y reemprendes la marcha apenas segundos después de haber besado el suelo.

Y te preguntas por qué, de nuevo, te ha vuelto a tocar a ti.

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