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Columna
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Amigos de lo ajeno

Que el Tour es un caramelo para los golosos, es algo sabido. Que es un acontecimiento del que intentan sacar partido todos los que pueden, también, nosotros incluidos, por supuesto. ¿Quién no ha comprado a precio de un gran reserva esa cervecita fresca a mitad del Tourmalet debajo de un sol abrasador, en un chiringuito que se parecía caerse a trozos?.

Así es. Pero claro, entre todo lo que gira en torno a éste circo, no podían faltar las aves carroñeras. Es decir, que también los amigos de lo ajeno se dejan ver por los hoteles de concentración de los equipos. Y yo, que algo debo tener en la sangre que atraigo a éstos y a las avispas -prefiero a éstas segundas-, no podía pasar de largo sin recibir su visita.

Fue la otra noche, mientras cenábamos. Un amigo de estos se dignó en hacérnosla como sorpresa directamente en la habitación, aunque no debió caer en la cuenta de que en ese momento no estábamos en ella. ¿Sería que no tenía ganas de vernos?

Mi ilustre compañero de habitación debió servir de anzuelo, pero mi maleta también hizo de carnaza. La visita fue rápida y exhaustiva; los ruidos de las habitaciones colindantes le hicieron aligerar el trabajo y abandonarlo en plena tarea. Pero antes de entrar en la habitación ajena no se cercioró de que toda esa planta del hotel estaba ocupada por nosotros, así que cuando salió al pasillo y su cara se encontró de frente con la de uno de nuestros directores, su coartada -mejor dicho, su falta de ella- le delató.

Le acorralamos como tan bien sabemos hacer, pues practicamos cada día en el sprint, y después de proceder a la revisión pertinente, dimos cuenta de él en la comisaría más próxima.

Lo mejor de toda esta historia fue sin duda la frase triste y lapidaria que dijo un compañero nuestro mientras veíamos cómo una pareja de policías desaparecía de la vista llevándose consigo esposado a este amigo de lo ajeno: 'Por una vez, ha venido la policía al hotel, y no ha sido para llevarnos a uno de nosotros'.

Triste vida.

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