Consenso
Cuando la Constitución o el Estatuto fijan mayorías superiores a la mitad más uno de los votos presentes o totales del Parlamento respectivo para que determinados acuerdos tomen carta de naturaleza lo hacen con la intención de revestirlos de una reforzada autoridad en materias concretas, delicadas y relacionadas con el principio-horizonte de lo democrático que es la regla de la unanimidad. Reformar la Constitución, iniciar el trámite para la reforma del Estatuto de Autonomía, pero también designar miembros de órganos constitucionales o estatutarios diseñados para armonizar el pluralismo electoral y político con el principio de la competencia técnica, la idoneidad de un currículo y la presunción de profesionalidad son decisiones a las que se adosa un plus de legitimidad mediante el requisito de una mayoría cualificada (2/3 de los miembros del parlamento; a veces, 4/5) cuya consecución hace menester la intervención de un concepto como el consenso (palabra de difícil digestión en castellano), o acuerdo políticamente reforzado. La primera regla que bordea y desfigura el espíritu que subyace al instrumento del acuerdo reforzado es la de las cuotas, el reparto de puestos a cubrir de acuerdo con el porcentaje de que disponen los grupos parlamentarios o su respectiva cosecha electoral, porque con ella se soslayan los aspectos de los currícula (inevitable en el caso de la designación de jueces, por ejemplo), y de la idoneidad de las biografías con el trabajo a desarrollar en la institución de que se trate. Mantener pues el sistema de cuotas, desvirtúa el objetivo de la imposición normativa del consenso y, sobre todo, permite repartir sin responsabilidad los puestos a cubrir incumpliendo los propios requisitos que las normas fijan para ese tipo de instituciones. Si en la constitución de la Acadèmia Valenciana de la Llengua se respetó en buena parte el doble perfil impuesto para los candidatos (expertos en filología o representantes de las partes en el conflicto a resolver), con la renovación del Consell Valencià de Cultura (CVC) se ha vuelto a un sistema de cuotas, ahora corregido con una cláusula tácita de reserva mediante la que las partes obvian los requisitos escritos (y los deducibles) de lo que ha de ser la institución, de acuerdo con la norma recogida en el Estatuto y la declaración de intenciones que acompaña al texto articulado de la ley. Si las partes eluden la noción de lo que la institución ha de ser y no fijan criterios previos para la selección de los candidatos idóneos, la estricta aplicación del sistema de cuotas puede conducir a un remedo de consenso en unos pocos nombres y a una reserva sin control para los que les corresponde proponer a cada una. Y eso es lo que ha ocurrido con la renovación del CVC: más allá del estupor que causan determinados nombres (bastantes de los que estaban provocaban el mismo si se contrastaban con la estricta literalidad del perfil que la ley prevé para la institución), lo que realmente ha de preocupar es que sólo unos pocos de los miembros que componen la institución respondan por currículo, biografía, talante personal y convicción al perfil que la ley fija. Para designar comisarios políticos con impermeable cultural en una institución como el CVC, premiar militancias obsoletas, pagar servicios prestados o propiciar retiros cómodos a personajes desubicados, nunca se me habría ocurrido proponer esa institución en el Estatut de Morella (1979). ¡Vaya que no!
Vicent.franch@eresmas.net
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