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Columna
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Fuster

Estos días se han cumplido diez años de la muerte de Joan Fuster, el intelectual más sugestivo que dio el terreno durante el franquismo, aunque por utilizar el diagnóstico de Ibáñez Escofet, se había suicidado mucho tiempo antes. El calendario viene repleto de celebraciones en ese sentido, y la efemérides, de algún modo, va consolidando el tufo a incienso que empezó a emanar en la casa del difunto aquella noche tan posesiva del 21 de Junio de 1992, cuando diversos signos anunciaron que Marina Castaño estaba al caer. Hasta a un fusteriano tan limpio de polvo y paja como Joan F. Mira no se le escapa el proceso de canonización -todo lo laica que se quiera- del ensayista de Sueca, si bien ciñe la maniobra al propósito de una 'cierta izquierda' que persigue con ello disponer de un referente aséptico e institucionalizable. Sin embargo, acaso traspasado de corrección vaticana y sin descuidar su propio mercado, Mira se queda corto en la delimitación del fenómeno. Fue en el entorno más inmediato de Fuster (en los sacristanes que más lo adularon, en esa izquierda sin comillas) donde se inició su proceso de beatificación. Al fin y al cabo, el último tramo de su vida, puede que como caricatura de su silencio monástico, estuvo plagado de referencias religiosas. Con frecuencia se le llamó el Papa; su libro Nosaltres els valencians fue la Biblia, y las peregrinaciones a Sueca para confesarse o recibir su bendición en batín y pantuflas rozaban la misión. El personaje que fue terminó superponiéndose a la persona y arrolló en gran manera al autor. Y la irritación de la adscripción absoluta y la fe ciega ha suministrado un repertorio de epígonos que fruncen el ceño, recalientan su verbo, levantan las cejas y sueltan sus mismas exclamaciones. Incluso hay algún sofista de huerta que se cree su reencarnación. Y lo más grave es que han confundido el punto de partida que significó su aportación con la meta. Después de todo, peor lo ha tenido Ernest Hemingway con una congregación anual de dobles.

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