La Novena Sinfonía, siempre
En su primer concierto de este año en Madrid, el coro de la Deustche Staatsoper y la Staatkapelle de Berlín, con su maestro titular, Daniel Barenboim, han interpretado la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, de Beethoven, quizá la partitura más emblemática, en tantos sentidos, de un repertorio romántico que extiende sus brazos hasta la sensibilidad de hoy. El pasado mes de abril se cumplieron 120 años del estreno de la Novena en la capital de España, por la Orquesta de la Sociedad de Conciertos, dirigida por el granadino Mariano Vázquez. Casi desde entonces, el oleaje que rodeó a la monumental partitura no ha cesado en su mezcla de tópicos, lugares comunes, fantasías literarias, trascendencias celestiales y humanismo hecho a la medida del comentarista de turno.
Sin embargo, la Novena ha resistido y resistirá cuantas mareas se conciten en su torno, pues se trata de una creación genial en la que el saber de Beethoven unido a su inquietud descubridora, que es a su vez muy representativa en sus raíces ideológicas y extramusicales del pensamiento y la conciencia de una etapa histórica.
Unas estrofas como las del poeta Schiller resultan entre liberales y místicas en la partitura. En cualquier caso, queda claro que la Sinfonía con coros rompe con no pocos usos anteriores, dramatizó al máximo la gran música instrumental y evidenció un nuevo modo de pensar, expresar y medir un género.
Cuando la Novena Sinfonía funciona como bandera y símbolo, no ya de un ideal colectivo, sino de los mismos organismos oficiales que casi están a punto de globalizar su uso, es bueno y saludable que un maestro de la categoría de Barenboim asuma la clarificación de las nieblas y despeje los horizontes a los que, a partir de palabras de Claude Debussy, se refiere Luis Gago en su inteligente nota de programa.
Clarificar el discurso
La misión, o una de las misiones de un intérprete riguroso y renuente a gestos retóricos, es precisamente la de clarificar el discurso musical, su sustancia y su textura y hacerlo desde un análisis que ahonde en las propuestas de la música misma, en la complejidad de todos los factores puestos en juego, en el orden de relaciones veladas o desveladas, pero escritas por el compositor con voluntad de entendimiento y máxima comunicación con el otro.
Ayer tuvimos, para mí, una cima del arte de Barenboim: su exposición del Adagio molto e cantabile, conectado con algunos de los más geniales movimientos de los últimos cuartetos. Todo sonó en su sitio, perfectamente calibrado, haciendo un sabio uso del rubato inmediatamente recuperado. Y la orquesta berlinesa cantó largamente, con tensión e intensidad, con transparente iluminación y un legato de extraordinaria belleza.
Luego, en las variaciones del movimiento final sobre una idea largamente acariciada por Beethoven y ligada a formas religiosas pretéritas, el director operístico montó una verdadera acción: las ideas-personajes (individuales o colectivos) entran en combate y el pueblo sale a escena en busca de una conversión de su grito en música. Hace falta para remontar el empeño una sabiduría y un instinto como los de Barenboim, favorito de tantos públicos y en particular del español. Sin dilación vinieron a la memoria las palabras de Furtwängler al escuchar al intérprete, cuando era un pianista de doce años: "El chico Barenboim es un fenómeno".
Y es interesante constatar que, en su ya prolongada carrera de director, el maestro de origen argentino persigue el ejemplo de Furtwängler y de sus sucesores, el último de los cuales fue Sergiu Celibidache. Mas no confundamos: hoy ya, Barenboim es dueño de su estilo y tiene para esta música y para toda otra, palabras propias: las que provocan entusiasmos como el registrado en el Teatro Real, rebosante y conmocionado. Se aplaudió sin tasa a todos: director, coros, orquesta y cuarteto solista, esto es, Angela Denoke, Rosemarie Lang, Thomas Moser y Hanno Müller-Brachmann
Babelia
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