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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sublime ejemplo. Una fábula moral

No satisfecho con los privilegios que da ser cortesano y con el prestigio de tener palacio en Constantinopla, un magnate del imperio bizantino decidió convertirse en modelo vivo para sus conciudadanos. Sabía que un hombre justo, llamado el Estilita, había conquistado la santidad encaramándose en una columna, y él optó por igual pedestal para hacerse admirar en actitud hierática similar a las imágenes que se veían en los mosaicos de Santa Sofía.

Sin consultar a nadie de la corte, una noche, ayudado por hombres de su escolta, subió a lo alto de una columna de un viejo templo arruinado, y en su capitel se irguió, dispuesto a ser una figura ejemplar para el pueblo y que su persona sirviera como pauta de renuncia, de austeridad, de sabio equilibrio moral.

Subió a lo alto de una columna dispuesto a ser una figura ejemplar para el pueblo

El amanecer le encontró allí, en postura imponente y magnífica por el lujo de los ropajes blancos, los finos zapatos, la barba recién peinada y perfumada. Al pie de la columna, su guardia personal permanecía discreta y vigilante, arma al brazo.

Las voces del hecho se corrieron muy de mañana y el pueblo comenzó a congregarse, mudo de asombro y respeto hacia el noble a quien pocas veces habían podido contemplar al paso de su carroza por las calles; apenas se atrevían a preguntarse qué hacía allí tan insigne personaje. Mediada la mañana llegó la comitiva de la esposa, una princesa, y sus hijos que, con disimulada extrañeza, venían a hacer acto de presencia en compañía de otros palaciegos y nobles. Todos guardaban silencio sin osar un juicio sobre lo que veían.

Iba pasando el día cuando un mayordomo se permitió decir a la princesa que su señor estaba en ayunas desde la anterior tarde pero nadie consideró oportuno atender a la prosaica advertencia y así llegó la noche y el sueño alejó a la masa del pueblo e hizo presa en la ilustre persona. Tras varias horas de luchar por vencerlo, comprendió que si se dormía de pie caería sin remedio y decidió hacerse un ovillo sobre el pedestal, tal como hizo el Estilita, y dormir en aquella no muy cómoda postura. A la mañana siguiente se vio que la lujosa vestimenta había sufrido y las arrugas descomponían su elegancia.

Acudió aún más gente aquel se-

gundo día e incluso los maestros condujeron a los niños de las escuelas a contemplar la singular estatua, mientras algunos monjes que iban camino de Athos, al saber de las riquezas del magnate, entonaban loas y panegíricos.

Pero al mediodía, el viejo y leal mayordomo se arriesgó a sugerir a la familia la urgente necesidad de atender a la subsistencia de su amo, en la que éste, al parecer, no había pensado. La situación era embarazosa pero el anciano no desistió: miró a su señor tan fijamente, y de forma tan expresiva, que logró la respuesta con un gesto afirmativo y, en consecuencia, mandó traer de palacio en un rápido coche las viandas convenientes. En cuanto llegaron se apresuró a tirar una dorada pechuga de pollo hasta donde estaba su amo. Extendió éste la mano sin llegar a alcanzarla, pues apenas quería moverse, pero cuando otras pasaron cerca, ya alargó los brazos, y los familiares, a pesar de los cuatro metros de altura que les separaban, observaron en su semblante la sombra del voraz apetito que le era proverbial.

Resultaba difícil atinar con los trozos de pollo y la mayoría no le llegaba o pasaba de largo. Al fin, el magnate se descompuso y con riesgo de caer al suelo daba saltos y se abalanzaba para atrapar las sabrosas pechugas que cruzaban a su alrededor como golondrinas. Cuando cogía una, la devoraba ansiosamente, escupía los huesos y se relamía la grasa del bigote.

El mayordomo se reconoció poco hábil para la tarea e hizo venir un hondero de singular maestría para encargarle de tal menester, aunque no pudo evitarse que los trozos suculentos chocaran contra la gran capa y marcaran en ella notables manchurrones.

Más tarde se vio la conveniencia de subirle agua y como fueron ineficaces cuantos sistemas se intentaron, prevaleció el de un robusto esclavo que echaba cubos hasta alcanzarle en la boca abierta, pese a la velada oposición de la familia, mortificada por las muecas que debía hacer para beber al vuelo el chorro de ascendente líquido. Tras aquella comida, un tanto laboriosa, quedó empapado y sucio y desde abajo se le veía muy contrariado.

No tardó en rodearle una nube

de moscas y avispas, tan inoportunas que había que espantarlas a manotazos pero lo inesperado llegó luego: las funciones perentorias de la fisiología se impusieron y el magnate no tuvo otro remedio que ceder a su exigencia. Entonces, por vez primera, el pueblo rompió el respetuoso silencio por obra de los chiquillos, a docenas allí congregados. Prorrumpieron en carcajadas con ruidoso regocijo al sentirse igualados al que allí estaba, tan honrado y agasajado. En vano los padres repartían coscorrones y los maestros les mandaban callar. El alborozo de los pequeños conmocionó a los presentes y acrecentó el bochorno de la respetable familia, que cruzaba entre sí miradas significativas.

El magnate tuvo la certidumbre de que había perdido toda posibilidad de ser sublime ejemplo, y así lo dio a entender pidiendo a gritos una escalera. Sin esperar las sombras de la noche, bajó por ella torpemente y regresó a palacio presa de enorme cólera. El ambicioso proyecto que debía perpetuar y exaltar su nombre, había servido únicamente para mostrar en público que bajo su rica vestimenta era idéntico a cualquier ciudadano de Constantinopla.

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